“Relatos de un Peregrino Ruso”, un clásico de la espiritualidad cristiana
El libro Relatos de un peregrino ruso es un clásico de la espiritualidad cristiana oriental. Fue escrito por un monje ruso anónimo, en el siglo XIX, y cuenta la historia de un hombre que quería aprender a rezar.
Ese hombre oyó una vez que la Biblia afirma que debemos “orar sin cesar”. Él buscó a muchos maestros, pero ninguno lo satisfizo.
Hasta que encontró a un monje (“staretz”) que le enseñó la Oración de Jesús, la simple y profundamente reverente repetición del nombre de Jesús. Fue a partir de entonces que la oración se apoderó de la mente y el corazón del peregrino buscador.
Sobre la Oración de Jesús
La Oración de Jesús consiste en sentarse en el silencio, aquietar la mente y dirigir la atención al corazón, armonizando cuerpo y alma mediante la sincronía entre la respiración y la respiración meditativa de estas palabras:
“Señor Jesucristo, ten piedad de mí”.
Esta simple y riquísima tradición, centrada en Jesús y en su misericordia, cuenta con varias formas diferentes de hacer la misma plegaria: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!”, “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad piedad de nosotros, pecadores!”; “¡Jesucristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de nosotros, pecadores!”; “¡Señor Jesús, misericordia!”…
Un obispo ortodoxo describe:
“La primera parte, ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios’, es dicha mientras se inspira; la segunda, ‘ten piedad de mí, pecador’, mientras se expira. Hay otros métodos posibles: la recitación también puede sincronizarse con los latidos del corazón”.
Como agua en piedra dura, la repetición va ablandando el corazón del peregrino, “profundizando en su carne”.
Él repite las palabras decenas, cientos, miles de veces al día. Y pasa por varias fases: del desánimo y la pereza iniciales a las primeras sensaciones de calidez en el pecho, la purificación venida de las lágrimas, el sentimiento de unión con el mundo, la apertura a la paz, hasta alcanzar la experiencia del amor divino.
Ese hombre alcanzó la oración continua, aprendiendo a “orar sin cesar”. Hasta durmiendo el nombre de Jesús estaba en su corazón.
El Catecismo de la Iglesia católica dedica algunos párrafos a la Oración de Jesús:
2667 Esta invocación de fe bien sencilla ha sido desarrollada en la tradición de la oración bajo formas diversas en Oriente y en Occidente. La formulación más habitual, transmitida por los espirituales del Sinaí, de Siria y del Monte Athos es la invocación: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores” Conjuga el himno cristológico de Flp 2, 6-11 con la petición del publicano y del mendigo ciego (cf Lc18,13; Mc 10, 46-52). Mediante ella, el corazón está acorde con la miseria de los hombres y con la misericordia de su Salvador.
2668 La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración continua. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en “palabrerías” (Mt 6, 7), sino que “conserva la Palabra y fructifica con perseverancia” (cf Lc8, 15). Es posible “en todo tiempo” porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús.
Sobre el libro anónimo
Sobre el libro, he aquí algunas partes de la introducción escrita por Jean Gauvain a una edición de 1943:
Los Relatos de un Peregrino Ruso permanecieron prácticamente en la oscuridad desde que aparecieron por primera vez en Kazan, alrededor de 1865, bajo una forma primitiva, llena de errores.
Tardó hasta 1884 para que se hiciera una edición correcta y accesible, pero, en pleno movimiento socialista y naturalista, esa edición no tuvo gran repercusión.
Fue solo después de 1920, cuando el corazón de ciertos emigrantes rusos sintió la nostalgia de la patria, que surgió la necesidad de una nueva edición y empezó a extenderse la obra.
De acuerdo al prefacio de la edición de 1889, el sacerdote Paísius, abad del monasterio de San Miguel Arcángel, en Kazan, copió el texto de un monje ruso de Athos, cuyo nombre ignoramos.
Numerosos indicios nos hacen creer que los relatos fueron redactados por un religioso después de sus entrevistas con el peregrino.
Esa hipótesis, sin embargo, no afecta el carácter de autenticidad del libro. El peregrino, simple campesino de 33 años, solo está familiarizado con el estilo oral y sencillo, que vuelve encantadores sus relatos.
El peregrino hace que el lector penetre en el corazón de la vida rusa, poco después de la guerra de Crimea y antes de la abolición de la esclavitud, es decir, entre el 1856 y el 1861.
Por él pasan todos los personajes de la novela rusa: el príncipe que busca expiar su vida disipada; el jefe del correo, bebedor y peleón; el escribano de la provincia, incrédulo y liberal.
Los prisioneros parten, en penosas etapas, para Siberia; los correos imperiales agotan a sus caballos en la planicie inmensa; los desertores rondan por los bosques lejanos; nobles, campesinos, funcionarios, miembros de las sectas, profesores y sacerdotes, toda esa antigua Rusia de la estructura rural resucita con sus defectos -de los cuales la embriaguez no es ciertamente la menor- y sus cualidades, entre las cuales la más bella es la caridad, el amor espiritual al próximo, iluminado por el amor de Dios.
Alrededor, la tierra de Rusia, planicie inmensa que se pierde a la vista, bosques desiertos, albergues a orillas de las carreteras, iglesias pintadas nuevamente, con campanas que centellan.
Mientras tanto, el campesino no se detiene jamás para describir las apariencias sensibles. Cristiano ortodoxo, está en busca de la perfección: su única preocupación es el Absoluto.
Sobre la búsqueda espiritual del peregrino
Para guiarlo en su búsqueda, el peregrino tiene solo dos libros: la Biblia y una colección de textos patrióticos, la Filocalia.
Este nombre es el único medio de definir la escuela a la que está vinculado. Ruso del siglo XIX, es un hesicasta, es decir, un adepto del hesicasmo, palabra que evoca la calma, el silencio, la contemplación, y que se remonta a los primeros siglos cristianos, con orígenes en el Monte Sinaí y el desierto de Egipto.
Es una corriente mística que se opone a la tradición puramente ascética. Esta considera que la naturaleza humana es buena, pero deformada por el pecado, y que el camino de la salvación consiste en devolverle su virtud primitiva, restableciendo en el hombre, que es imagen de Dios, la semejanza divina, por obra de la gracia.
Bajo la acción de la gracia y liberación de las pasiones por la ascesis, el espíritu se eleva para contemplar las razones de las cosas creadas, llegando, a veces, a la llamada “nube luminosa”: la contemplación oscura de la Santísima Trinidad.
Para fijar el espíritu en las realidades invisibles, algunos místicos adoptaron procesos técnicos como la repetición frecuente de una oración corta: el Kyrie Eleison. A los católicos, familiarizados con el rosario, no les resultaría extraña esa modalidad.
La idea de una participación del cuerpo en la vida espiritual, relacionada con el dogma de la resurrección futura, es profundamente cristiana.
El desafío de ir más allá de una doctrina tergiversada
A partir del siglo XI, esa doctrina tendió a corromperse, atribuyendo un valor exagerado a las visiones y revelaciones sensibles.
La búsqueda de esas “iluminaciones” llevó a despreciar la práctica ascética y a buscar medios considerados más “cortos y eficaces” para llegar a las visiones.
Así, se prestó mucha atención a los procesos corporales, a la postura del cuerpo, al papel del corazón en la oración.
El hesicasta del siglo XIV esperaba llegar a la salvación “sin esfuerzo y sin dolor”, olvidando que, en la vida espiritual, todo es gracia y nadie puede decir “Jesús es el Señor” a no ser con el Espíritu Santo (1 Cor 12,3).
El peregrino encontró la doctrina del hesicasmo ya deformada por los siglos, pero su espiritualidad es pura. El ascetismo casi espontáneo de su vida no deja de servirle de guarda.
Yendo de un lugar a otro, no teniendo siquiera una piedra donde reposar la cabeza, la oración perpetua es para él, antes que nada, un medio para fijar la atención sobre el misterio de la fe y hacer que el alma se vuelva hacia sí misma.
Su espíritu permanece siempre activo y su fe es iluminada por una búsqueda ardiente y sincera.
La fe del peregrino no es mera emoción frente a los misterios de la poesía: esta se alimenta de enseñanzas teológicas.
Él ofrece consejos técnicos y explicaciones de la doctrina, y no exhortaciones generosas y vagas. Al conocer al hombre a la luz de Dios, él conoce también su lugar y su papel en el universo.
La moral del peregrino no es un conjunto de reglas que un día aprendió, ni solo una higiene interior: todas sus acciones están orientadas por el deseo de la perfección espiritual.
El ascetismo, de esta manera, es condición de contemplación: no tiene sentido en sí mismo. La vida espiritual retoma entonces su unidad. De la fe proceden las obras, pero, sin las obras, no hay fe.
Viniendo del mundo de la caída, la ignorancia y la debilidad, el peregrino camina hacia la nueva Jerusalén, en la que entrará por entero, de cuerpo y alma, en la consumación de los siglos.
Este optimismo que libera es la tendencia profunda del cristianismo: la creación es buena y, después de la caída, debe ser englobada enteramente en la vía de la salvación.
Fuente: Aleteia
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