“Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”
Evangelio según S. Lucas 22, 14-20
Cuando llegó la hora, se sentó Jesús a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no volveré a comer, hasta que se cumpla en el reino de Dios». Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios». Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza, sellada en mi sangre, que es derramada por vosotros»
Meditación sobre el Evangelio
Ardía en deseos de que llegara esta comida pascual. Llegó la hora. Dejaba siempre Cristo sus deseos y los tiempos en manos del Padre (“No se haga mi voluntad, sino la tuya”), que con infinito amor y sabiduría iba marcando los acontecimientos en su Plan excelso. Será la última comida con ellos en este mundo, porque pronto partirá hacia el Padre. Sus ardientes deseos encierran diversos motivos, todos expresión de su inmenso amor. Uno es el de llegar a gran intimidad con ellos, una vez ido el traidor, al que ha amado hasta el extremo lavándole los pies en el lavatorio y ofreciéndole en la cena aquel trozo de pan untado… No era posible tal intimidad con la presencia de quien actuaba tan a la contra del amor que impedía la libre expansión y comunicación de su corazón para con ellos. Era una necesidad imperiosa la que sentía antes de irse de desahogarse entrañablemente con sus amados; la natural, para quien tanto ama, de poder transmitir su amor, como una madre siente la necesidad de amamantar a su bebé cuando nota tener rebosante el pecho de leche, y ansía que chupe su pequeñín, y lo lleva a un lugar tranquilo, íntimo, apartado, tomándolo en su regazo… Tenía que apuntalar cosas, resolver dudas, dar sus últimos consejos y anuncios, e insistir en el meollo de su doctrina, en su mandamiento, y que les quedara clara memoria de él…
Otro de esos motivos era el de hacer realidad algo que entre él y el Padre venían ya tramando: quedarse para siempre con los suyos a lo largo de todos los tiempos venideros, aunque con otra apariencia. Es uno de los sentidos, no el único ni principal, de estas últimas palabras suyas antes de subir al Padre: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mateo 28). Esta promesa de Cristo se hace real sin la Eucaristía, pero se cumple a la perfección en su presencia en el Sagrario y en el Santísimo expuesto. Se va, pero se queda. Son las cosas de Dios, contradictorias en apariencia tantas veces, que nos quiere elevar a una fe mayor, y que su Espíritu va haciendo enriquecedoramente comprensibles al ir nosotros perseverando en el vivir el Evangelio. Y es que, cual hábil prestidigitador que sacara de su chistera cosas imposibles, impensables, sorprendentes, si esperamos en él, aunque todo rechine y se ponga a la contra, ¡lo hace todo tan sencillo…! Y, a poco que se ponga fe en sus palabras y nos dejemos llevar, todo lo bueno acontecerá; llegarán sus soluciones. Y lo hará a Su tiempo, siendo, con mucho, lo mejor. ¡Qué fácil hace lo de su cuerpo y sangre que a tantos discípulos echara para atrás cuando afirmó (Juan 6) que “si no coméis mi carne y bebéis mi sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…”! Y “¿cómo es que quiere darnos a comer su carne…? Dura es esta manera de hablar —dijeron muchos de sus discípulos que se echaron atrás y no volvieron a ir más con él—, ¿quién puede hacerle caso?”. Jesús preguntó entonces a sus apóstoles si también querían marcharse. Y aunque no entendían nada de aquellas palabras, por boca de Pedro dijeron: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos que tú eres el Santo de Dios”, y con él permanecieron… Pasó el tiempo, y justo en este momento de su vida desvela el secreto del poder de Dios a los que han perseverado a su lado, aclarando cómo va a ser ese “comer su carne” y “beber su sangre”…
Y es que, para subidas más altas en lo divino, se requiere la fe (de ella se dejaron llevar los once). Así lo ha determinado el Padre en su inmenso e infinito saber y, como él es amor, en las decisiones suyas sólo hemos de buscar, esperar y encontrar amor; amor de Padre tierno que juega pidiendo fe, confianza en él a sus pequeños que somos nosotros, y nos prepara bienes y tesoros inmensos en el Cielo, algunos de los cuales se empiezan a pregustar ya en la Tierra, aunque mezclados con tribulaciones (“Estáis en el mundo, aunque no sois del mundo… En el mundo tendréis luchas, pero ánimo, yo he vencido al mundo” —Juan 16—). ¡Y para ello se nos queda como alimento! Alimento para nuestra perseverancia en el amar hasta el fin. Para eso, y desde eso, comulgamos su cuerpo y su sangre y veneramos su presencia entre nosotros en el Santísimo Sacramento. Es nuestro querer amar a todos, en actitud y obras, el estómago real que digiere y el intestino que absorbe a este Alimento, Cristo, Palabra y Eucaristía, para aún más y mejor amar (“Porque sin mí no podéis hacer nada” —Juan 15—). Sin ese estómago, sin ese intestino, en vano se comulga, porque no se puede digerir tal Alimento, instituido por Jesús para hacer crecer al hombre nuevo, al que quiere abandonar el egoísmo y caminar por y desde el amor. Es alimento de amor para más amar. Es para los que, reconociendo sus miserias e impotencia, ansían ser buenos. Es alimento redentor para irnos asemejando a Quien recibimos.
“Pronunció la acción de gracias…”: ¡Siempre agradecido al Padre, de quien todo recibe! ¡Oh Corazón amante del Padre y de los hombres, Corazón agradecido y multiplicador de bienes!
Y los apóstoles viven la institución de la Eucaristía. Justo momentos antes de la lucha que tendrá en el Huerto de los olivos, nos deja su cuerpo, “que se entrega”; en continuo presente nos entrega toda su vida para fortalecer la entrega de la nuestra en cada presente; nuestro cuerpo, mente, alma, psicología, espíritu, disponiéndolos para amar y sostenerlos en las luchas que nos han de venir y decisiones que hemos de tomar. Su sangre, que se derrama para que nuestra entrega sea como la suya, hasta la última gota, en ese desgaste continuo que nos va llevando a perder la vida. Es lo que él ha hecho desde que pisó este mundo, entregarse, derramarse en inmenso amor hasta vaciarse totalmente en la cruz, donde fue el culmen… ¡hasta su última gota (de su costado traspasado brotó sangre y agua)!
¡Es una alianza nueva! Ya no habrá más sacrificios expiatorios de animales. ¡Él es el Cordero sacrificado que, de una vez para siempre, quita el pecado del mundo! Sacrificio de su cuerpo y de su sangre hasta lo máximo del amor: dar la vida (“Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas… No aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” —Hebreos 10; Salmo 40—). La ha ido dando poco a poco desde que nació. Y nos invita a hacer también nosotros lo mismo: “Haced esto en memoria mía”. No sólo en celebración eucarística, sino en vida eucarística. Es decir, que vaya siendo realidad y verdad día a día nuestra entrega amorosa por nuestros hermanos; que vayan siendo los otros, y no nuestra conveniencia, la razón de nuestro obrar, haciéndoles el bien hasta la muerte, que no será tal, sino una partida para continuar amando eternamente (“El amor no pasa nunca”; lo demás, con esta vida, acabará —Cfr. 1 Corintios 13—).
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