“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”
Evangelio según S. Marcos 16, 15-18
Jesús se apareció a los Once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos»
Meditación sobre el Evangelio
Cómo cuida Jesús de ellos cuando ha resucitado. Se les aparece, los mima y los prepara y los fortalece y los instruye… Ahora, cuando está ya para subir al Cielo, su instrucción va encaminada a enviarlos al mundo entero, a toda la creación. Fue el hombre, con su pecado, quien rompió el orden primero, el equilibrio de unidad y amor establecido por el Padre. Está la creación como a la espera de que ese orden lo restablezca quien lo rompió. Siendo ello imposible para el hombre, Cristo se hizo hombre, uno de tantos, menos que no pecó, y así, a los los que voluntariamente lo siguen a lo largo de todos los tiempos, les da poder ser hijos de Dios (Jn 1), hijos en el Hijo, para devolver con inmenso amor la creación al Padre con su orden primero: es regalo del Hijo.
Dice Pablo que “el universo todavía gime y sufre dolores de parto” y “la creación entera (hasta los mismos ángeles) está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8). Esa manifestación lo ha de ser en fe esperanzada, confiada, de hijos en su Padre, y en caridad, en amor a todos, puesto que ambas cosas constituyen el evangelio de Jesús. Quien esto reciba en su seno, en su corazón, y así lo viva, está unido a Cristo, “como el sarmiento a la vid”, por lo que “producirá fruto abundante”, haciendo operante su bautismo “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, que significa amar con el mismo amor de las tres divinas personas, predicando con sus vidas la unidad con que las tres personas son un solo Dios.
Con sus vidas van invitando a todos a abrirse al amor, a abrirse y vivir a Dios, y unirse a toda la creación en esa misma unidad de vida amorosa. Nada dañará (sí será molestado, atacado por el diablo y los suyos hasta el final de los tiempos) a un amor que así es vivido, acrecentado, y los hijos de la luz actuarán como actuaba Cristo: expulsarán demonios, curarán enfermedades, resucitarán muertos, según que el Espíritu ahí los conduzca (“Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios —el Espíritu del amor—, ésos son hijos de Dios”), como a Jesús: “Os digo que quien cree en mí hará las mismas cosas que yo hago, y aún mayores, pues yo me voy al Padre”. Esto ya lo pregustaron los apóstoles y otros discípulos cuando fueron enviados por Jesús a las aldeas por donde él había de pasar, anunciando la llegada del reino de Dios.
Ese bautizarse se refiere, primordialmente, a un acoger y empezar a vivir esa forma de vida, la que Cristo trajo a la Tierra: ese amar a todos, dependientes de un Dios que es Padre, que es como el bautismo se vuelve operante. Y ello sólo lo propagan quienes lo van viviendo, quienes lo van haciendo vida de su vida. Y es contagioso este vivir para las personas de buena voluntad. Así lo experimentaron los apóstoles que, desde la ascensión del Señor, hasta Pentecostés, vivieron en amor mutuo y en fe perseverante en oración junto a María, alentados por ella (“Encerrados con María, por miedo a los judíos”).
De esta manera aguardaron a ser revestidos con la fuerza que viene de lo alto, el Paráclito, el Consolador prometido por Cristo y que “reciben todos los que tienen amor a su venida” y creen las palabras de su boca transformándolas en vida. También Pablo.
También tantos y tantos a lo largo de la Historia que van componiendo esa plena manifestación de los hijos de Dios.
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