“Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo”
Evangelio según S. Mateo 2, 13-18
Cuando se retiraron los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo». Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».
Meditación sobre el Evangelio
Vemos de nuevo cómo Dios se comunica con José a través de los sueños, confirmando su protagonismo paternal. María, su esposa, le sigue. Fe de ambos. Confían en Dios y se dejan llevar por las palabras del ángel. Luego resultará que Dios lo tenía todo profetizado, escrito, sin mover un ápice de la libertad de los hombres.
Oportunidad de oro la extraordinaria rechazada por Herodes con la visita de aquellos Magos que perdieron de vista la estrella que los guiaba (¿casualidad?). Dios siempre sigue dando oportunidades. También, y sobradas, a quien obra el mal, por si se arrepiente y cambia (Encontramos en Lc 13 estas palabras de Jesús: –“Mira, hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro, la cortaré… –Señor, déjala aún otro año; voy a cavar alrededor de ella y a echarle abono, a ver si da fruto; si no, la cortas más adelante”). Pero, si quien obra el mal las rechaza, se vuelve muchísimo peor de lo que era. Así Herodes, que opta por actuar con mentira y perversa hipocresía con los Magos (“Cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo” —Mt 2,8—), y con calculada, consciente y cruel maldad, mandando matar a todos aquellos inocentes.
Cuando llegaron los Magos, Herodes había convocado a los sumos sacerdotes y escribas para consultarles dónde tenía que nacer el Mesías. Le informaron que, según estaba profetizado por Dios, en Belén de Judá: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel” (Miq 5,2). Estas palabras de Dios penetraron hasta lo más hondo de su corazón (“La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” —Heb 4—), y se dejó llevar por el sentimiento-tentación que le insinuaba que su trono estaba en peligro ante quien, precisamente, no venía a quitárselo (“Mi reino no es de este mundo”). Y es que el egoísta, el soberbio, el que obra maldad, al no confiar en Dios y aguardar esperanzado en Él, distorsiona totalmente la realidad y se precipita en sus actuaciones. Herodes, dejándose arrastrar por su egoísmo feroz con dejes de envidia al desconocido por lo que estaba anunciado que sería (“Jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”), urde contra él un consciente y maléfico plan. No está el pecado propiamente en sentir brotes de egoísmo, soberbia o envidia (tentación), sino en dejarse libremente arrastrar por ellos; en dejar que aniden en el corazón, que el corazón anide en ellos, y por ellos se deje llevar a la hora de obrar. Las consecuencias, nefastas. Para Herodes, el asesinato, y, de seguir así, la eterna condenación.
Recién nacido Jesús es ya perseguido, y sufre con sus padres un obligado destierro, estableciéndose en Egipto, adonde siglos atrás estuvo esclavo su Pueblo durante cuatrocientos años. Supo él, andando el tiempo, lo ocurrido a raíz de la orden de Herodes, y veía cuánto sufrimiento y dolor conlleva la vida de los hombres como consecuencia del pecado propio o de la cruel maldad de otros. Así, lo primero que hizo al proclamar su doctrina dentro del ‘Sermón de la Montaña’, en las Bienaventuranzas, fue llevar el consuelo y la dicha a tanto sufriente y necesitado. Trajo, de parte de Dios, un orden distinto, contrario al de los hombres, haciendo notar que los que sufren son los primeros en el corazón del Padre y en el suyo propio. Orden que aquí en la Tierra habrá de verse con esperanza y cumplimiento futuro, aunque algunas veces es pregustado ya en el presente. Ese orden consolador que trajo con su doctrina para darnos vida, lo refrendaba con su vivir y con los milagros que el Padre le concedía realizar.
¡Y qué bien encajan estas dos bienaventuranzas en lo acontecido en nuestro pasaje!: “Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis; los perseguidos por causa de la justicia… ¡Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo!” (cf Lc 6,20-23; Mt 5,1-12). Estos niños, pues, fueron los primeros bienaventurados al derramar su sangre por causa de Jesús. Inocentes ellos, la derramaron, sin saberlo, por el Inocente, y el Padre los hizo entrar en el Paraíso, no escatimando seguro nada grande para ellos en su acceso al Reino de los Cielos. Y Cristo, el gran Inocente, también derramará la suya, pero sabiéndolo, por nosotros, los culpables, para que acogidos a él, a su doctrina de Vida que es el Evangelio, nos devuelva, por su inmenso y perseverante amor, por el misericordioso poder del Padre manifestado en él, a la inocencia perdida… Pero para él… ¡aún no había llegado Su Hora…!
(21)