“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños”
Evangelio según S. Lucas 10, 21-24
En aquella hora Jesús se llenó de la alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron».
Meditación sobre el Evangelio
Jesús iba guiado por la voluntad del Padre, por el Espíritu del Padre, que a veces se le derramaba con fuerza, aun para él, irresistible. A medida que somos más de Dios, nuestros sentimientos van coincidiendo con los Suyos, hasta dudar a veces si es que somos nosotros hechos a su imagen, los que pensamos y gustamos como Él, o es nuestro cariño que nos sugestiona a pensar como Él. Son las dos cosas, y esas dos son una.
«Yo te doy gracias». Es nuestra vida ser niños, porque es su vida ser Padre. Cuanto más Padre Él, más niños nosotros. El niño se nutre de la madre; un flujo vital va de ella a él, y el niño mientras permanezca adherido a ella, mientras chupe vida de ella, vive. Su vida le viene de ella. Así el hombre se nutre de Dios; el hijo de Dios, como el Verbo, vive del Padre, de una comunicación de vida que Él hace. Por eso vivimos de fe; no radicar en nosotros sino en Él, no asegurarnos en nuestro saber sino en el suyo, sustentarnos en Él y sustentarnos de Él; con la fe mamamos.
Los sabios y sesudos se creyeron algo; se suponían mozarrones y resultaron tontos, que se descrismaron contra el suelo; se dedicaron a ser ellos, a discurrir ellos, a bastarse ellos, a gloriarse en su saber y en su dignidad; y no alcanzaron a saber. Porque las cosas de Dios trascienden al hombre, le sobrepasan infinitamente: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo… ». Mientras el Padre no lo da, el hombre no lo tiene.
No consiste en talento, ni en estudio, sino en luz de Dios. Ven los que reciben esa luz. La reciben con preferencia los pequeños, los ignorantes de este mundo pero sabios de cielo. Mientras que los sabios de sí mismos, son ignorantes y analfabetos de Dios.
Hay una sabiduría auténtica que depende de un crecimiento en fe y en caridad. Como destaca la ciencia de los entendidos del mundo sobre la común gente, así surge una sabiduría cada vez más sublime en la vida del Espíritu: «Sabiduría hablamos entre perfectos» (Pablo). La mayoría de los intelectos terrenales, aun especializándose en datos divinos, quedan rastreando por los hierbajos del suelo y no atinan, porque: «Las cosas de Dios, sólo las conoce el Espíritu de Dios; el Espíritu a todos juzga, pero Él de nadie es discernido» (Pablo).
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