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Viernes 8º del Tiempo Ordinario. Feria.- 2-06-2023.

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“Mi casa será casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos”

Evangelio según S. Marcos 11, 11-25

Después que el gentío lo hubo aclamado, entró Jesús en Jerusalén, en el templo, lo estuvo observando todo y, como era ya tarde, se marchó a Betania con los Doce. Al día siguiente, cuando salió de Betania, sintió hambre. Vio de lejos una higuera con hojas y se acercó para ver si encontraba algo; al llegar no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «Nunca jamás coma nadie de ti». Los discípulos lo oyeron. Llegaron a Jerusalén y, entró en el templo, se puso a echar a los que vendían y compraban en el templo, volcando las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Y no consentía a nadie transportar objetos por el templo. Y los instruía diciendo: «¿No está escrito: “Mi casa será casa de oración para todos los pueblos”? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos». Se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas y, como le tenían miedo, porque todo el mundo admiraba su enseñanza, buscaban una manera de acabar con él. Cuando atardeció, salieron de la ciudad. A la mañana siguiente, al pasar, vieron la higuera seca de raíz. Pedro cayó en la cuenta y dijo a Jesús: «Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado». Jesús contestó: «Tened fe en Dios. En verdad os digo que si uno dice a este monte: “Quítate de ahí y tírate al mar”, y no duda en su corazón, sino que cree en que sucederá lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: Todo cuanto pidáis en la oración, creed que os lo han concedido, y la obtendréis. Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas».

Meditación sobre el Evangelio

Temprano se encaminó a la ciudad para aprovechar el día al máximo en el adoctrinamiento de los fieles.

Sintió hambre.

Una higuera estaba a distancia, frondosa. Dirigióse a ella Jesús. Nada podía encontrar, fuera de algunos botones en flor, pues no era tiempo de higos. No obstante se llegó a ella y rebuscó entre las hojas. Procuraba en realidad para todos, una advertencia, y la daba en forma plástica, animada.

Cualquiera diría que la higuera con su alarde de hojas ofrecía frutos; acudió y no halló… más que hojas. Cualquiera diría que Israel, su templo, sus sacerdotes, tanta frondosidad de cultos, reglas y cánones, estaría repleta de frutos; vino el Mesías, señaló que las hojas son para la protección del fruto y que el fruto es la caridad. La describió fragante de esperanza, colorida de fe, sabiendo su zumo a Padre, alegrando los corazones y uniéndolos.

Buscó este fruto y no lo halló; cultivaron el Padre y el Hijo la higuera para que fructificara y se cubrió de una copa opulenta de hojas. ¡Ay!, sólo eran hojas.
El Maestro fulminó: Sécate, a nadie engañes más. Al punto se paró la savia en su interior.

Llegaron a Jerusalén y entró en el templo. El que tiene mucha caridad sabe cómo el amor es capaz de irritarse terriblemente. Al fin y al cabo, esa es la razón del infierno. Se irrita el amor contra los que conculcan al débil, machacan al prójimo, envenenan los ánimos, escandalizan al niño, arrebatan la verdad a los que la buscan, desamparan al pueblo.

La caridad es brava; se mata por su amor. Por eso los que no aman son cobardes mientras puedan salir perdiendo; no se meten donde acaso zumben palos; abandonan a los demás a su suerte; miran por sí; son los que buscan su vida: «el que la busca la perderá».

Robaban a los hijos la casa de su Padre; robaban al Padre la casa donde estar con sus hijos. Lo que se construyó para el amor, lo usurparon para la codicia; con pretexto de servir a Dios, se servían a sí mismos y engordaban sus bolsillos, lucrándose de lo sagrado.

El amor se levantó como la ola de una tempestad, para barrer aquella canalla. Por eso Jesús trenzó deprisa el látigo, volcó las mesas, los llamó ladrones.

Los sacerdotes y letrados merodearon siniestros; le escuchaban por fuerza y para atraparlo, se guiñaban unos a otros, convencidos, si ya sí o si aún no echarle mano. No acababan de resolverse, pues crecía tanto la admiración del público a medida que oía, que se armaría un tumulto a su favor.

También hoy al oscurecer retiróse a Betania para pasar la noche. El martes de mañana se torna a Jerusalén. Al cruzar junto a la higuera notaron que estaba seca; las hojas lacias, desteñidas, abarquilladas, daban al árbol la expresión triste de una muerte. Los discípulos fueron los primeros en fijarse y al punto llamaron la atención del Maestro. Estaban impresionados. Aprovechó Jesús el caso para otra lección.

Os pasma que pronunciando una palabra al árbol, lo haya secado. Tened fe en el Padre. Guiaos constantemente por Él, buscadle; tomad su espíritu. Sentiréis dentro una fe absoluta en El; pediréis y sabéis que os escucha; mandaréis y sabéis que obligará a los sucesos que obedezcan; ordenaréis a un monte y se arrancará del suelo y se arrojará en el mar.

Para que vuestra oración sea atendida son precisas dos condiciones: esperanza y caridad. Una esperanza ciega, total, por la cual moráis en la seguridad de que vuestro Padre se complace atendiéndoos y por él no quedará. Si depositáis esperanza, creed que lograréis todas las cosas.

La fe de que Dios nos oye y nos concede todo, vive en nuestra caridad. La limpieza de nuestra intención, la dulzura de nuestra súplica, el nuevo esperar, el confiado insistir, la presión filial al Padre, dan sentido y consistencia a una fe convencida de que absolutamente nos lo concederá; porque no puede resistirse.
El Espíritu ocupa así nuestro interior y como una súplica personal se aloja dentro y nos va llevando a solicitar esto absolutamente, esto otro sin absolutismo, lo otro a no implorarlo. Se ha conformado nuestro ser al divino y pedimos como hay que pedir y lo que hay que pedir.

En resumen, con amor y dulzura para Él y para todos, reposando con esperanza en que siempre nos escucha besando, y termina siempre concediéndonos lo que rogamos. En la medida que sube a los bordes nuestra caridad y fe.

Este requisito de caridad lo concreta en algo de bulto, comprensible al más vasto. Perdonad al hermano, que entonces el Padre os perdonará; pero si no perdonáis, en vano imploráis, pues no escucha el Padre por cuanto Él tampoco os perdona a vosotros.

Caridad con sus hijos; luego, ya puedes pedirle con fe.

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