“Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados”
Evangelio según S. Mateo 11, 2-11
Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, mandó a sus discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan. «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta: él es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él».
Meditación sobre el Evangelio
El hombre de Dios sufre a menudo embestidas tremendas del infierno; parece como si Dios se retirase y abandonara a su hijo frente a la fiera. No se ha retirado realmente, pero psicológicamente el hijo se siente solo y en una situación en que al demonio se le abre espacio para sus acometidas. Mientras su fe combate, padece el alma, crece la fe y se robustece y aumenta la adhesión a Dios.
La huerta florece en terreno cubierto de agua y abono; la fe florece en el dolor de la duda no consentida y de la vacilación superada. El diablo mete el arado para herir; pero el alma de fe queda como la tierra, labrada para mejor cosecha.
Su hijo, siempre niño, experimenta una sensación inmensa de niño en la desolación. Juan ante el fracaso aparente de su vida, encerrado en el calabozo, sin esperanza de volver afuera, fue visitado, aguijado, agobiado, por la tentación. La carne acusaba: «Fracasaste»; la fe sostenía: «No, yo creo en Dios y él me habló». La carne insistía: «¿Hasta qué punto es cierto?, ¿no te habrás sugestionado?»; la fe persistía: «Creo en la palabra de Dios; Él me aseguró».
En tales circunstancias es una necesidad de nuestra debilidad sollozarle a Dios: «¡Dímelo otra vez!». No es que dude, es que se calma el dolor oyéndoselo de nuevo; es que se tonifica el alma tornando a escuchar; es que ansía que se lo repitan a menudo, para no cansarse tanto en el esfuerzo y para dormirse un poco con la nana de ese eco dulce.
Jesús comprendió el estado de Juan, sabía lo que más le confortaría. Le iluminará que el reino no viene relampagueando, sino que avanza sin ruido y que es de Espíritu; que la caridad es distintivo de los del reino y los pobres son los preferidos; que el Mesías marcha derramando bienes, simbolizados en curaciones y en alegría que se anuncia a los pobres. Derramar bienes y dicha constituye la tarea de los del reino; Dios estará con ellos y les dispensará toda clase de medios, incluso los milagros.
Habrá oposición de muchos que no aceptarán tal reino, tal religión, tal Cristo, ni apóstol o precursor en esta línea; malaventurados ellos, que les sirve de tropiezo lo que les vino para salud. Bienaventurados en cambio los que a pesar de los pesares permanecen adictos a Jesús.
Bienaventurado eres Juan, aunque tus circunstancias vociferen lo contrario, porque has permanecido conmigo. No temas ni al calabozo ni a la ejecución capital; pues todo eso te exaltará ante Dios, porque pusiste fe en Él y en Mí, hasta morir: «Bienaventurado el que no se escandalizare de Mí».
Al público clama Jesús la grandeza de Juan. Se le derriten a Dios las entrañas con los sufrimientos de sus hijos, sobre todo cuando es por su causa, como suele acontecer con los mejores.
Es más que profeta, es el Precursor, el ángel que prepara el camino a Cristo; ninguno ha existido mayor que él. Ponderando lo que es Juan para Dios, cataloga su función respecto de los hombres como la principal de todas, al menos hasta entonces.
Evidentemente Jesús trata de significar juntamente una altura insólita de espíritu, implicada en su misión; pero firme siempre en que todo lo es en definitiva la caridad con que se responde a Dios y se ejerce la función conferida, declara: Aunque no es la función lo que instituye al hombre hijo de Dios, sino el Espíritu; por alto cargo que ostente, apóstol, precursor, pontífice…, nada valen sin la caridad que es el reino: «El menor en el reino de los cielos es mayor que ellos».
En el reino de Dios si alguno se hace más chico que todos, el más pequeño con todos, ése es el mayor. Este reino es el que anunciaba el Bautista cuando predicaba: «Preparaos, que se acerca el reino de los cielos». Después Jesús de manera diáfana concretaba más y más la idea del reino, la forma del reino. Las fuerzas religiosas de la nación, los más solventes del templo, se alzaron en contra.
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