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SÁBADO SANTO: VIGILIA PASCUAL. 16-04-2022

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¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.

Evangelio según San Lucas 24, 1-12

El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas quedaron despavoridas y con las caras mirando al suelo y ellos les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea, cuando dijo que el Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de hombres pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar». Y recordaron sus palabras. Habiendo vuelto del sepulcro, anunciaron todo esto a los Once y a todos los demás.
Eran María la Magdalena, Juana y María, la de Santiago. También las demás, que estaban con ellas, contaban esto mismo a los apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron. Pedro, sin embargo, se levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, ve solo los lienzos. Y se volvió a su casa, admirándose de lo sucedido.

 

Meditación sobre el Evangelio

Habían colocado el viernes el cuerpo de Jesús en el sepulcro de José de Arimatea. Se encontraba cerca de donde murió Jesús, lo que facilitó sepultarlo antes que al oscurecer entraran en el sábado, cuando ya no se podía realizar trabajo alguno. Con las prisas, solamente lo habían podido envolver en una sábana con la mixtura de mirra y áloe que llevó Nicodemo, sin dar tiempo a más. Bien se habían fijado María Magdalena y las otras mujeres adonde lo habían puesto, para ir, guiadas por la finura de su amor agradecido a Jesús, acabado el sábado, a embalsamarlo con perfumes y aromas. Y a eso iban dispuestas a primeras horas del domingo, con la preocupación de cómo correr la gran piedra que tapaba la entrada al sepulcro. Siguieron el impulso de su corazón, sin pararse a considerar el impedimento que suponía tal cosa. Se dejaban llevar por el amor que sentían, sin sopesar las dificultades. Y Dios proveyó (¡cuántas veces constatamos que un impulso de amor guiado por la fe, un impulso de fe guiado por el amor, rompe todos los esquemas previos!): se la encontraron ya corrida, pero en él no estaba el cuerpo del Señor. Y se encontraron con otra sorpresa añadida: la aparición de dos hombres con vestidos refulgentes, que les anunciaron que no era lugar para buscar entre los muertos al que vivía, porque había resucitado, como ya hace algún tiempo les dijera en Galilea que pasaría.

Estos ‘hombres’ refrescaron en ellas “la palabra de Dios”, lo que Cristo les anunciara en distintos momentos de su vida. El amor es maestro en preparar, enseñar y conducir poco a poco a sus amados ante situaciones tan adversas que habrán de vivir, mitigándoles el sufrimiento. No quiere que sufran más de la cuenta en el camino hacia la obra magna a la que los conduce. Así obró Jesús con sus discípulos, anunciándoles por tres veces lo que iba a padecer para que, cuando sucediera, no se desanimaran ni abandonaran, sino que creyesen más aún en él, al ver cómo todo lo sabía con anterioridad y se entregaba, llegada su hora, voluntariamente; de esta forma padecerían menos que si todo les pillara bruscamente por sorpresa.

Nuestra naturaleza caída es más proclive a quedarse y fijarse en sufrimientos que en buenas noticias. En aquellos momentos no entendieron ese “resucitar” del que les habló Jesús, ni quisieron preguntar nada al respecto por temor; no estaban preparados aún para un reino que nada tenía que ver con esquemas mundanos. Y de eso se trataba, de irlos preparando progresivamente.

Las mujeres creyeron a los dos hombres. Fueron las primeras en comprobar y anunciar la resurrección. La anunciaron a los suyos. Ellos, no obstante, seguían reacios y achacaban a delirio y desatino lo que era desbordante alegría que brotaba de sus corazones. Pedro, sin embargo, quedó tocado y fue a ver (con Juan —cf Jn 20—), volviendo admirado por lo que vio.

El Padre estaba deseando llevarse a su Hijo con él, cumplida ya su misión, y esperó lo mínimo para resucitarle al tercer día. El último enemigo a vencer, consecuencia del pecado original, era la muerte. Paradójicamente, fue muriendo como Cristo venció a la muerte, y abrió el camino a quienes quisieran seguirle. Con el miedo a ella, el demonio tiene atenazado al hombre. Vivir el Evangelio que trajo Jesús, vivir la fe en el Padre florecida de amores al prójimo, es lo que disipa todo miedo, todo temor: “En esto ha llegado el amor a su plenitud en nosotros: en que tengamos confianza en el día del juicio… No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor…” (1Jn 4). Y es que no acabó todo con la muerte, por la que hubo de pasar, ¡sino que resucitó!, abriendo así las puertas a nuestra propia resurrección, la de todo nuestro ser, cuerpo y alma. El alma va resucitando de la muerte a la vida de Dios viviendo el Evangelio, que es como vencemos en todo por aquél que nos amó hasta morir por nosotros. Vamos resucitando ya en vida terrena, pasando poco a poco del egoísmo al amor (“Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte” —1Jn 3—; “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” —Jn 11—; “En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna, y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida” —Jn 5—; y esta es mi Palabra a vivir, mi Mandamiento: “Esto os mando: que os améis unos a otros” —Jn 15—). Lo que ocurre es que, mientras estemos en este mundo, tendremos luchas y tribulación (Jn 16). Nuestro cuerpo resucitará glorioso como el suyo “en el último día”, “al fin del mundo” (Catec. Igl. Cat. p. 1001). Todos los hombres resucitarán: “Quienes hayan hecho el bien, para la vida; quienes hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5).

Es la resurrección el culmen de nuestra redención. De ahí que sea atacada por corrientes de todo tipo, y lo que es peor, a través de nuevas y falsas teologías que la niegan, por las claras o taimadamente, comenzando por negar la autenticidad de los milagros de Jesús. San Pablo ya nos previno (2Tim 4) que vendría un tiempo en el cual, apartando el oído de la verdad, los hombres, no soportando la sana doctrina, se fabricarían la suya a su antojo, rodeándose de maestros a su medida.

Negar la resurrección de Cristo es negar a Cristo y al Padre y al Espíritu Santo, no entendiendo nada de lo que es el amor. Negar la autenticidad de los milagros es no tener el Espíritu de Cristo y estar en tinieblas, con los ojos cegados que llevan a inventar teorías y más teorías, magines y bordados intelectuales carentes totalmente de verdad y, por tanto, provocadores de escándalo y perdición: “¡Ay de quienes provocan el escándalo! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar” (Lc 17). Realmente, para las cosas de Dios es necesario ser sencillo y limpio de corazón; hacerse niño: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños, a los sencillos” (Mt 11).

¡¡Bendita vida la que nos ha traído Cristo!! ¡¡Bendito Cristo Jesús, en su nacimiento, vida , pasión, muerte y RESURRECCIÓN!! ¡¡Bendito sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, fuente del amor que es la vida, que la da a raudales a quienes con sencillo corazón la reciben, librándolos de la muerte eterna!!

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