“Tú eres mi Hijo, el amado: en ti me complazco”
Evangelio según S. Lucas 3, 15-16, 21-22
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».
Meditación sobre el Evangelio
Imaginaron muchos que Juan era el Mesías. Aclaró que no. Su lavatorio era de agua; bueno era si lo recibía la buena voluntad del bañado. Pero mejor era el baño con que bañaba el Mesías: bañaba en Espíritu Santo y salía el hombre no meramente limpio, sino encendido de Dios y con aromas del Padre; son bañados en tal Espíritu y Fuego los que se sumergen en la Palabra, en el evangelio, es decir, en la caridad; los cuales, a medida que más se entregan, se ven invadidos del Espíritu; a medida que más duran en la entrega de este Fuego, más se encienden, y cada vez más el Espíritu los conduce, los eleva, los hace más hijos, más como Jesús. Jesús empleará el agua como símbolo y como medio, pero la fuerza de su baño está en el Espíritu. Porque tantos dieron tanta importancia al agua y tan poca o cero a la caridad, se quedaron sin ese vivir del Espíritu estremecidos de continuo por él; sin entender un lenguaje del Padre y un idioma, que sólo se entiende con Espíritu.
No necesitaba Jesús ser lavado, pues siempre estuvo en el amor y no hubo empañamiento alguno en su constante amar. Pero Jesús no se anda con requilorios como los devotos cursis, que a vueltas de su dignidad funcional no se mezclan con los otros ni pasan como uno más.
Era un movimiento de vuelta a Dios lo que promovía Juan, y allá está Jesús metiéndose en el agua con los de buena voluntad. Es la humanidad, es Israel, que se dispone al reino de Dios zambulléndose en el agua; que es zambullirse en un deseo de Dios y en una esperanza de la salud cristiana. Es tan hombre Jesús, tan de nosotros, que de niño no sabía andar y su madre le aupaba en brazos; tan hombre como nosotros, que el demonio le tienta y carga con él hasta la torre; tan hombre, que Juan le baña en el baño de purificación, a él que nos purifica a todos; porque carga como un secante con la tinta de todos; como treinta años antes fue circuncidado para agregación a Israel, él por quien Israel está agregado a Dios.
Jesús hombre, obra del amor de Dios, entrando en el agua, es la voluntad de Dios iniciándose en la humanidad para que toda ella se vuelva a Dios. Por eso dice: Déjame que así conviene cumplir con el designio santo del Padre.
Juan le dejó. Es admirable su docilidad; su fe es magnífica y al punto cede toda su opinión. No entendió puesto que Jesús no le explicaba; pero le creyó y no insistió.
Salió del agua. El Espíritu del Padre se había apoderado de su interior, enamorado el Padre de cómo el Hijo iba cumpliendo paso a paso su plan, cómo se le entregaba y abdicaba su dignidad de Santísimo para aparecer pecador. El Padre se le hizo presente intensamente en su interior; sintió Jesús el abrazo felicísimo y quedó suspenso en oración. Fuera, manifestó el Padre a Juan lo que sucedía en el secreto interior; se descorrieron las nubes y sobre la cabeza de Jesús temblaba sus alas una paloma. Y el Padre habló su amor a esta criatura adorable, toda amor a todos: «Este es el Hijo mío, el predilecto, en él me complazco».
Todos somos hijos de Dios en la voluntad de Dios; pero no todos lo son en la realización. Se queda Dios con la voluntad fallida en tantos que no se la incorporan. Los que sorben con su voluntad buena la voluntad del Padre, principian a ser hijos, tanto más hijos, cuanto más aman y esperan. La esperanza perfecta es la del amor en el Amor, para todo.
Tiene hijos queridísimos, pero Jesús es el predilecto, el incomparable, el que le hace más suspirar al Padre, por el que suspiramos, cuantos somos del Padre.
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