De una profunda depresión a sentir inmensa paz en el Retiro de Emaús y ser seminarista
La vocación y la depresión han sido dos elementos clave en la vida de Enrique Ormazabal y quizás no se entienda una sin la otra. La historia de su vida es la de una familia numerosa de tres hermanos, siendo Enrique el mayor. Con 27 años se encuentra en estos momentos en el segundo año de seminario, su hermano mediano Mikel ya es sacerdote. De familia católica, sus padres pertenecen al Camino Neocatecumenal y la fe que le han transmitido a través de los años y con la educación que le han dado, ha estado muy centrada en el camino. Recuerda como de pequeño siempre tuvo pasión por el deporte, de hecho los mejores recuerdos que conserva era cuando se iba con su padre a practicar algún deporte, fútbol, baloncesto o tenis. “Estos deportes se me daban bien y disfrutaba de ellos”, explica. Fue una época donde tenía una relación muy estrecha con su padre, de compartir muchos momentos juntos. Unos padres trabajadores y humildes donde todo el mundo les quería.
Unos referentes sin duda para Enrique, que se miraba en ellos, era importante tener cerca. Enrique era lo que podría decirse como un estudiante bueno y responsable. Al inicio de segundo de Bachiller fue admitido en la Universidad de Navarra para un doble grado de Magisterio en Primaria y Pedagogía. “Empecé a estudiarlo coaccionado porque yo quería estudiar magisterio en Educación Primaria y mis padres insistieron en que como tenía facilidad para los estudios que no estudiara eso, que se me quedaba corto”, recuerda. Al final haciéndoles caso, se matriculó en el doble grado. Una decisión que influyó en Enrique, que en ese momento era una persona muy perfeccionista y tenía un concepto equivocado de lo que es el amor. “El tener que hacer todo perfecto porque para mi las figuras modelo eran mis padres me suponía estrés y ansiedad. Una presión increíble y me acabo rompiendo”, explica. A esta caída se sumaba que en el máster que se había matriculado no encajaba.
Muchos aspectos de la vida de Enrique que no estaba equilibrados y que le provocaron esa gran caída. “Recuerdo estar encerrado en mi cuarto, en la cama, sin ganas de salir, ni de ver a mis amigos, a mi familia. No tenía ganas de ver a nadie, no tenía ganas de vivir”, cuenta. Y es que según explica Enrique, era una época en la que vivía en la mentira y se creía esas mismas mentiras. Se daba cuenta que algo en él no estaba bien pero seguía sin querer hablar con nadie. Hasta que un correo de una profesora le hizo despertar un poco. Sin ser muy consciente de que estaba mal ese mail le abrió un poco los ojos. Ya intuyó que estaba en depresión. “Mi vida de fe no era la mejor. Empecé a recibir tratamiento psiquiátrico”. Pasa el tiempo y sigue sin mejorar mucho, ni siquiera espiritualmente. “Otra de las cosas por las que me empiezo a preocupar es que empezaba a tener pensamientos suicidas”, recuerda. Esta voz de alarma fue necesaria para que empezara a valorar su vida de verdad y la llamada a la vocación que tuvo después.
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