“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”
Evangelio según S. Mateo 5, 20-26
Dijo Jesús a sus discípulos: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano, será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la “gehenna” del fuego. Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo».
Meditación sobre el Evangelio
V iene a cumplir la ley, ¿cómo?, cambiándola. Esto no lo expone demasiado claro para no producir una estridencia que perturbase algunas buenas voluntades. Si lo hubiese proclamado desnudamente, habría sido como principio un choque demasiado violento para muchos, que de otro modo poco a poco se entregarían. Jesús venía a caducar la ley antigua. Manifiestamente declara que sustituye la alianza vieja por la nueva, «cáliz del nuevo testamento», y que «no se guarda el vino nuevo en odres viejos». Igualmente San Pablo que entiende esta sustitución como una idea fundamental del cristianismo: «Envió Dios a su Hijo, sometido a la ley, a fin de que (saliendo del régimen de esclavos) recobrásemos la filiación» (Gal 4, 4).
«Son dos alianzas; la una del monte Sinaí, que engendra para la esclavitud; la otra de la Jerusalén de arriba, que engendra hijos» (Gal 4, 23, 26,28). «No somos hijos de la esclava, sino de la libre»; «la esclava es la ley, la libre es la fe». Pero instituir la nueva ley es cumplimentar la vieja. ¿En qué sentido?, en que la vieja fue preparatoria de la nueva, y decretada en todas la páginas su desembocadura en la fe de Cristo. Así que terminarla es darle cima: «Por medio de la ley, morí a la ley, para vivir a Dios» (Gal 2, 19).
Ya no basta la virtud que enseñan los teólogos de la ley; con esa virtud no entraréis en el reino de los cielos. El reino de los cielos es la vida para los hombres que quiere Dios en la tierra, a partir del Mesías; es el evangelio. Hasta entonces se tamizaba muy poco en esto y en lo otro: «Hasta ahora se dijo, pero yo os digo». Únicamente los que toman la forma nueva, esa vitalidad de fe y caridad que Cristo trae, pertenecen al reino; pero los que se contentan con la virtud que enseñan y practican los escribas y fariseos, los moralistas y austeros de entonces, no entran en el reino de los cielos.
La palabra de Dios ha de cumplirse, y no corresponde a veleidades de épocas ni a caprichos de hombres cambiarla; imposible reformarla, tan imposible como cambiar el cielo y la tierra. Por eso toda línea de la antigua ley se hubo de mantener hasta su cumplimiento. Las disposiciones de Dios en su Ley, sea la antigua mientras vigía, sea la nueva, por pequeñas que sean han de observarse. Quien a su talante tomase ésta sí ésta no, ése no es del reino de Dios, quien tomase las importantes y desechase las menudas, ése vale poco en el reino. El reino de Dios es fe. Tanto más de Dios cuanta más fe; totalmente del reino cuando hubiese fe total; pequeño y comino, cuando fuese pequeña y comina la fe.
Pequeña fe la de aquel poco amor que se contenta con valorar y cumplir las cosas de bulto.
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