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Jueves, Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote 08-06-2017

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“Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”

Evangelio según S. Lucas 22, 14-20

Cuando llegó la hora, se sentó Jesús a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no volveré a comer, hasta que se cumpla en el reino de Dios”. Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: “Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios”. Y, tomando pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”. Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza, sellada en mi sangre, que es derramada por vosotros”

 

Meditación sobre el Evangelio

L legada la hora”… el tiempo de Dios, dueño y señor del tiempo. Varias veces había huido de Judea para evitar ser apresado antes de tiempo, y otras varias, estando allí, se les había escabullido entre el gentío tras alguna que otra refriega dialéctica con fariseos, levitas y sacerdotes… Unas veces se va, otras se queda… Habitualmente, lo que esté en nuestra mano, hay que hacerlo; no está la cosa en forzar a Dios (“No tentarás al Señor tu Dios” –Mateo 4-). Como hombre que era, a él llegaba información a través de las gentes de cómo estaban las cosas, que, junto con el ir a solas a orar con su Padre cuando su atender al prójimo le dejaba, le daban ese discernir qué hacer y cómo actuar en cada caso. No es ciencia humana, de nuestro intelecto, tal discernimiento. Lo da el Espíritu de Dios al hombre interior que va creciendo cuando se va viviendo desde el amor y la fe-esperanza. Y esto es lo que hizo a Jesús unas veces huir de Judea, otras quedarse o, como ahora, asumir definitivamente la llegada de su hora última. ¡Ya era llegada la hora del poder de las tinieblas…! El Padre le informó, y él lo supo.

Ardía en deseos de que llegara esta comida pascual. Será la última con ellos en este mundo, porque partirá hacia el Padre. Ese desear encierra diversos motivos, todos expresión de su mucho amor. Uno es el de llegar a gran intimidad con ellos, una vez que se ha ido el traidor, al que ha amado hasta el extremo, lavándole también los pies y ofreciéndole aquel trozo de pan untado… No era posible tal intimidad con la presencia de quien actuaba tan a la contra del amor, que impedía la libre expansión y comunicación de su corazón para con ellos. Era una necesidad imperiosa la que sentía, antes de irse, de desahogarse entrañablemente con sus amados; la natural, para quien tanto ama, de poder transmitir su amor, como una madre siente la necesidad de amamantar a su pequeño cuando nota tener rebosante el pecho de leche, y ansía que chupe su pequeñín, y lo lleva a un lugar tranquilo, íntimo, apartado, tomándolo en su regazo… Tenía que apuntalar cosas, resolver dudas, dar sus últimos consejos y anuncios, e insistir en el meollo de su doctrina, en su mandamiento, y que les quedara clara memoria de él…

Otro de esos motivos está en hacer realidad algo que, entre él y el Padre, venían ya tramando: quedarse para siempre con ellos, con nosotros, aunque con otra apariencia. Es uno de los sentidos, no el único ni principal, de estas últimas palabras suyas antes de subir al Padre: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mateo 28). Esta promesa de Cristo se hace real sin la Eucaristía, pero se cumple a la perfección cuando ella, y en la presencia suya real en el Sagrario y en el Santísimo expuesto. Se va, pero se queda. Son las contradicciones de Dios, cuyo Espíritu va haciendo enriquecedoramente comprensibles al ir nosotros viviendo el Evangelio. ¡Y es que él hace tan sencillas las cosas que, a poco que se ponga fe en sus palabras y nos dejemos llevar, todo lo bueno acontece; y lo hace a Su tiempo, que es, con mucho, lo mejor! Parece a veces, y es verdad, que todo se pone en contra; pero esperando, esperando en él, en sus soluciones, todo llega…

¡Qué fácil hace lo de su cuerpo y su sangre que a tantos discípulos echara para atrás cuando afirmó que “quien come mi carne y bebe mi sangre… “!; “duro es este hablar -decían algunos-; ¿cómo es que quiere darnos a comer su carne…?”. Andando el tiempo, justo en este momento de su vida, desvela el secreto del poder de Dios para los que han perseverado a su lado (“¿A dónde iríamos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”), aclarando cómo va a ser ese “comer su carne” y “beber su sangre”… Y es que, para subidas más altas en lo divino, se requiere la fe (de ella se dejaron llevar los once). Así lo ha determinado el Padre en su inmenso e infinito saber, y, como él es amor, en las decisiones suyas sólo hemos de buscar, esperar y encontrar amor; amor de Padre tierno que juega pidiendo fe, confianza en él a sus pequeños, que somos nosotros, y nos prepara bienes y tesoros inmensos en el Cielo, algunos de los cuales se empiezan a pregustar ya en la Tierra, aunque mezclados con tribulaciones: “Estáis en el mundo, aunque no sois del mundo…

En el mundo tendréis luchas, pero ánimo, yo he vencido al mundo” (Juan 16)… ¡Y para ello se nos queda como alimento! Alimento de nuestra perseverancia en el amar hasta el fin. Para eso, y desde eso, comulgamos su cuerpo y su sangre, y veneramos su presencia entre nosotros en el Santísimo Sacramento. Es nuestro querer amar a todos, en actitud y obras, el estómago que digiere y el intestino que absorbe a Cristo, Palabra y Eucaristía, para aún más y mejor amar (“Porque sin mí no podéis hacer nada” –Juan 15-). Sin ese estómago, sin ese intestino, en vano se comulga, porque no se puede digerir tal alimento, instituido por Jesús para hacer crecer al hombre nuevo, al que quiere abandonar el egoísmo y caminar por y desde el amor. Es alimento de amor para más amar.
“Pronunció la acción de gracias…”: ¡Siempre agradecido al Padre, de quien todo recibe! ¡Oh Corazón, amante del Padre y de los hombres; Corazón agradecido y multiplicador de bienes!

Y los apóstoles viven la institución de la Eucaristía. Justo momentos antes de su lucha en el Huerto de los olivos nos da su cuerpo, “que se entrega”; en continuo presente entrega toda su vida a nosotros para fortalecer en nuestro presente la entrega de nuestra vida, nuestro cuerpo, mente, alma, psicología y espíritu, al amor; para sostenernos en las luchas que nos han de venir y decisiones que hemos de tomar. Su sangre, que se derrama en nosotros para que nuestra entrega sea como la suya, hasta la muerte, en ese desgaste continuo que nos va llevando a perder la vida. Es lo que él ha hecho desde que pisó este mundo, entregarse, derramarse en inmenso amor hasta vaciarse totalmente en la cruz, donde fue el culmen… ¡hasta su última gota! (De su costado traspasado brotó sangre y agua).

¡Es una alianza nueva! Ya no habrá más sacrificios expiatorios de animales. ¡Él es el Cordero sacrificado que, de una vez para siempre, quita el pecado del mundo! Sacrificio de su cuerpo y de su sangre hasta lo máximo del amor: dar la vida (“Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas… No aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” –Hebreos 10; Salmo 40-). La ha ido dando poco a poco desde que nació. Y nos invita a hacer también nosotros lo mismo (“haced esto en memoria mía”), no sólo en celebración eucarística, sino en vida eucarística: que vaya siendo realidad y verdad día a día nuestra entrega amorosa por nuestros hermanos; que vayan siendo los otros, y no nuestra conveniencia, la razón de nuestro obrar, haciéndoles el bien hasta la muerte, que no será tal, sino una partida para continuar amando eternamente (“El amor no pasa nunca”; lo demás, con esta vida, acabará –Cfr. 1 Corintios 13-).

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