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San Rafael Arnáiz Barón, aristócrata, quiso ser monje del Císter, pero Dios lo probó también en esto

San Rafael Arnáiz Barón, aristócrata, quiso ser monje del Císter, pero Dios lo probó también en esto

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(Gaudium Press) San Rafael Arnáiz Barón, santo más cercano nuestros tiempos, nace en Burgos, España, el 9 de abril de 1911, en una católica y aristocrática familia.

Lleno de dones naturales, su futuro se presentaba como brillante en el mundo. Inclusive era artistas. Pero su inclinación estaba más hacia las realidades eternas que las de este mundo, banales y pasajeras.

Cuando a los 19 años, un tío le pidió que llevara una carta al abad del monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas, esto fue ocasión para que quedara encantado con esa vida monástica: “Aquello que vi y pasé en la Trapa – escribiría más tarde, las impresiones que tuve en ese santo monasterio, no pueden ser explicadas; por lo menos yo no sé explicarlas, solamente Dios lo sabe. (…) Lo que más me impresionó fue el canto de la Salve Regina, al oscurecer, antes [de que los monjes] se fueran a acostar”. Era la gracia de Dios que lo llamaba a esa vocación.

Pero él regresó a su casa, hace dos años de arquitectura, hasta que un día le dice a su tío, en 1933, que iba a abandonar el mundo e ingresar al Císter: “Su voluntad era de acero, yo tenía la firme convicción de que aquella determinación era de Dios”, cuenta más tarde el tío, pues a sus padres les ocultó su decisión.

Regresa con sus padres a comunicar la decisión

Pero el tío consiguió que el propio Nuncio Apostólico lo obligara a comunicar su decisión a sus padres, lo que hizo humildemente. Después de la navidad de ese año, le dijo a sus padres que sería monje blanco y estos aceptaron la decisión como buenos cristianos.

Entra al Císter el 15 de enero de 1934. Había escrito días antes: “Quiero ser santo, delante de Dios, y no de los hombres; una santidad que se desenvuelva en el coro, en el trabajo, sobre todo, en el silencio; una santidad conocida solamente de Dios y de la cual ni incluso yo me dé cuenta, pues, entonces, ya no sería verdadera santidad”.

Cómo ocurre comúnmente, los primeros tiempos de su vida religiosa fueron un paraíso, lo que se llaman gracias primaveriles. Pero poco tiempo después le fue diagnosticada una diabetes sacarina, agresiva, que exigía un tratamiento que sólo podría ser administrado fuera del monasterio. Tuvo que regresar a su casa donde se mejoró, y pudo retomar la vida normal. Parecía ser el mismo de antes, pero volver a vivir en el mundo lo hacía sufrir, sufrimiento y enfermedad que aceptaba con resignación.

Trapense pero oblato

Pide ser admitido en la trapa en calidad de oblato, pues su estado de salud no le permite adaptarse al régimen monacal. Regresa en enero de 1936, aislado en la enfermería, con un régimen que suscitaba críticas de sus compañeros, sufriendo las incomprensiones de algunos superiores. Dios permitió una tentación muy fuerte, axiológica, de que tal vez habría errado de vocación. Pero todo lo enfrentaba con fortaleza divina y amabilidad con candidez.

En dos ocasiones más la enfermedad lo sacaría de la abadía, pero a ella regresaría, convencido que todo era el deseo de Dios.

Los últimos días fueron de mucho sufrimiento: la enfermedad progresaba, el Hno. Rafael padecía hambre pues el enfermero no le daba los alimentos que la enfermedad requería. También mucha sed. Pero él no dejaba trasparecer eso al exterior, y todos creían que se encontraba mejor, hasta que la gravedad de su estado se hace evidente.

Recibe la unción de los enfermos el 25 de abril de 1938, no puede recibir el viático, la comunión de despedida, y muere de coma diabético al día siguiente.

Su vida podría ser vista – mundanamente – como un total fracaso: ni siquiera emitió los votos de su comunidad. Pero a los ojos de Dios era un grande, y hoy la Iglesia lo venera como santo.

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