La compleja fe de Graham Greene: siempre creyó, pero no comulgaba para no tener que confesarse
(Religión en Libertad) Graham Greene (1904-1991) ha sido uno de los grandes escritores británicos del siglo XX, con obras que aunaron la entidad literaria con el éxito comercial, en varios casos prolongado a sus respectivas versiones cinematográficas. Fue siempre un hombre de fe católica, suficiente para comprender que con los sacramentos no se juega… pero al mismo tiempo resistente a toda moción para acudir a ellos. Edward Short ha detallado esta mentalidad en Catholic Education Resource Center (los ladillos son de ReL):
Fe y fracaso en Graham Greene
En 1981, en una recopilación de entrevistas realizada con Marie-François Allain y publicada posteriormente como El otro hombre, Graham Greene admitió: “Mi vida está marcada por una sucesión de fracasos que dejaron huella en mi obra. Creo que son su urdimbre y su trama”.
El terreno moral de las novelas de Greene, que él describió como “la estrecha frontera entre la lealtad y la deslealtad, la fidelidad y la infidelidad, las contradicciones de la mente y la paradoja que uno lleva dentro de sí mismo”, corrobora esta admisión. Graham Greene. A Life in Letters [Graham Greene. Una vida en cartas], que ha sido pulcramente editado por Richard Greene (sin parentesco con el escritor), muestra cómo la vida personal del novelista confirma la implacable evaluación que Greene hace de sí mismo. Pero las cartas ilustran, además, que nada le permitió entender el fracaso en su vida y en su obra con más claridad que su fe católica.
Turbulencias infantiles
Greene empieza su autobiografía, Una especie de vida (1971) con una frase memorable: “Si lo hubiera sabido, todo el futuro se habría extendido a lo largo de esas calles de Berkhamsted”. Se trata de un incisivo autoconocimiento, pues los tormentos que sufrió como hijo del director de la escuela de Berkhamsted le dejaron heridas psicológicas que nunca cicatrizaron. Recuerda haber sido sometido a “torturas mentales sistemáticas“, tan traumáticas que incluso intentó el suicidio, de forma espectacular, jugando a la ruleta rusa. Esa “mala época”, como siempre la llamó, profundizó el sentido de Greene sobre la traición en el corazón humano, y es esto lo que anima sus grandes obras.
Algunas de las mejores cartas de Greene están dirigidas a su madre, a la que escribía con franqueza y calidez. Como admitió a Allain: “Quería y admiraba a mi madre precisamente porque no invadía mi intimidad“. A propósito de su padre, Greene escribió que “nunca discutió ni una sola vez mi decisión de convertirme al catolicismo“, lo cual era notable en un inglés. Tras la muerte de su padre, Greene escribió a su madre: “Esto puede parecerte una superstición papista, o tal vez te complazca: todos los días, una iglesia en el oeste de África reza por papá, y también se distribuye arroz en su nombre entre gente que vive de arroz y para la que es muy difícil conseguirlo”.
“Incluso cuando dudo sigo rezando”
En todas sus cartas de condolencia, ya fueran para familiares o amigos, Greene reafirmaba su fe católica al afirmar que la muerte es solo el final de la vida mortal. Cuando el marido de una amiga rusa se suicidó, Greene escribió: “No creo que la muerte lo sea todo; o, más bien, mi fe me dice que la muerte no es el final de todo. Y cuando mi fe flaquea me digo que estoy equivocado. Uno no puede creer los 365 días del año… Hay un misterio que no podremos resolver mientras vivamos. Personalmente, incluso cuando dudo sigo rezando… ¿Por qué no pruebas, por la noche, a hablar con tu marido y decirle todo lo que piensas? Quién sabe, tal vez te escuche y ahora lo haga con la mente despejada”.
A menudo se dice, en tono de burla, que Greene era un personaje de una novela de Graham Greene, pero aquí se ve que había una verdad que era cualquier cosa menos risible.
En 1926, Greene se enamoró de Vivien Dayrell-Browning, una neo-conversa al catolicismo que introdujo a Greene en la fe que él mantendría, vacilante, durante el resto de su vida. Cuando Greene le confió a su joven novia que “lo que anhelo es un matrimonio bastante original”, ella no podía imaginarse el baile al que su marido acabaría conduciéndola.
Graham y Vivien, el día de su boda. Él nunca fue fiel a su esposa, pero, sabedor de la indisolubilidad real del vínculo, no se volvió a casar.
En 1929, Greene publicó su primera novela, El otro hombre, de la que se vendieron 13.000 ejemplares, una cantidad asombrosa para la primera novela de un autor desconocido. “Y lo más divertido de esta absurda y alegre situación”, escribió Greene a su hermano, “es que el libro es totalmente de segunda categoría…. ¿Cómo se engaña el mundo?”.
El sabor del éxito
Los aplausos del mundo sacaron al narrador de la verdad que hay en Greene. Cuando recibió el premio Hawthornden en 1942 por El poder y la gloria, escribió a su madre: “Supongo que en el fondo de toda mente humana yace el amor bastante degradado por el éxito. Uno se siente avergonzado de su propio placer”. Su susceptibilidad al fracaso no hizo de él un incauto del éxito.
Un resumen de “El fugitivo” (1947), de John Huston, una película basada en “El poder y la gloria”, en la que Henry Fonda interpreta a un sacerdote que, perseguido por la revolución mexicana, se enfrenta a sus propias dudas y pecados.
Tras su favorable debut, Greene escribió un total de veintidós novelas, tres libros de relatos cortos, una biografía sobre el libertino del siglo XVII John Wilmot, segundo conde de Rochester, cuatro obras de teatro y tres libros de viaje.
Una constante católica: la reflexión moral
Sus grandes novelas, a saber: Brighton Rock (1938), El poder y la gloria (1940), El revés de la trama (1948) y El final del affaire (1951), abordan todas ellas temas católicos. Greene también escribió una serie de libros que él llamaba “de entretenimiento” o thrillers, muchos de los cuales, como El tren de Estambul (1932) y El tercer hombre (1949), fueron brillantemente adaptadas al cine. En todo lo que escribió, el fracaso moral es el centro de la escena. Como subrayó en uno de sus ensayos: “Solo una vez la bondad ha encontrado una encarnación perfecta en un cuerpo humano y no lo hará nunca más; sin embargo, el mal siempre puede encontrar un hogar en él. La naturaleza humana no es blanca y negra, sino negra y gris”.
Joseph Cotten descubre a Orson Welles en “El tercer hombre” (1949) de Carol Reed, basada en la novela homónima de Graham Greene. Fue Oscar a la mejor fotografía y la banda sonora de Anton Karas figura entre las más célebres de la historia del cine.
Antes de la guerra, Greene compró una elegante casa antigua en Clapham Common que había sido propiedad de Zachary Macaulay, padre del historiador [Thomas Babington Macaulay (1800-1859)]. Cuando fue bombardeada durante el Blitz [bombardeos alemanes entre 1940 y 1941], la extensa colección de antigüedades de su esposa acabó destrozada, pero su biblioteca se salvó milagrosamente. Aceptó la pérdida de la casa con resignación de cuentacuentos.
“Curiosamente”, escribió a un amigo, “te deja con un sentimiento de despreocupación”. El bombardeo de la casa (que haría una reaparición fundamental en El fin de la aventura) marcó el fin del matrimonio de Greene, aunque nunca se divorció de su mujer.
Una excusa para la infidelidad
Después de huir, le escribió a Vivien: “¿Sabes? Mi inquietud, mis estados de ánimo, mi melancolía, incluso mis relaciones fuera del matrimonio, son síntomas de una enfermedad, una enfermedad que se prolonga desde mi infancia y que está radicada en un carácter profundamente antagónico a la vida doméstica ordinaria. Desgraciadamente, la enfermedad es también el material propio de uno mismo. Cura la enfermedad… y dudo que el escritor siga existiendo”. Por muy equivocado que fuera, este razonamiento nunca le abandonó, como atestiguan sus numerosas relaciones fuera del matrimonio.
Cuatro amantes le proporcionaron a Greene todo el “material” que podía necesitar: Dorothy Glover, una escenógrafa inglesa que compartía su afición por la ficción detectivesca victoriana; Catherine Walston, una católica casada de Rye, Nueva York, cuya pasión por los viajes, la bebida, el sexo y la teología coincidía con la suya; la actriz sueca Anita Björk, cuya juventud y belleza encapricharon al envejecido donjuán; e Yvonne Cloetta, una francesa casada que se instaló a tiempo parcial con el novelista, primero en Antibes y Capri y, más tarde, en Vevey. Después de preparar la cena para Greene, Cloetta volvía a su casa y preparaba otra para su marido. La rebelión de Greene contra la domesticidad del matrimonio podría haber comenzado como un desafío apasionado, pero acabó siendo una farsa.
Algunas de las cartas más notables de Greene fueron escritas a Walston. En una de ellas intentaba convencerla de que dejara a su marido, el político laborista británico Lord Walston, prometiéndole: “Te diría siempre la verdad”. Esto debió sonar extraño viniendo del hombre que puso en boca de uno de sus narradores las siguientes palabras: “En las relaciones humanas, la amabilidad y la mentira valen más que mil verdades“.
Desde Freetown, donde Greene ambientó El revés de la trama, escribió: “Una relación humana como ha sido la nuestra es inextricablemente física y mental. No creo realmente que la parte física esté mal de verdad…; pero recordarás que durante los dos últimos años te he instado a confesarte y comulgar entre nuestros encuentros. Puedo ver un gran beneficio en eso. La comunión podría ayudar a reducir las ocasiones felizmente“.
Cómo tomó Walston este consejo es algo que nadie sabe, aunque no puede haberse sentido halagada al escuchar a su enamorado declarar: “Nunca supe que el amor fuera así, un dolor que solo cesa cuando bebo con la gente. Gracias a Dios, a partir de mañana hay muchos compromisos”. Aquí, al menos, estaba siendo sincero.
En otras cartas, casi podría estar escribiendo diálogos para una novela romántica. “Bebo akvavit sueco en el pequeño vaso de plata que me regalaste”, le escribió a Björk después de su aventura, “y siempre pensando en ti”. No es que tratara de ocultar el carácter insustancial de esta relación ilícita. “Una chica extraña”, le escribe a un amigo sobre Björk. “No voy a llamar por si ya se ha instalado un extraño; y tampoco siento que pueda volver a escribir… Si la ves o le escribes, dile que, por desgracia, sigue en mi torrente sanguíneo y que soy incapaz de buscar una sucesora”. Aquí se ve algo de la lúgubre promiscuidad que pronto se apoderaría de toda la sociedad.
Evelyn Waugh, un buen amigo
Greene, al igual que Evelyn Waugh, fue uno de los últimos grandes viajeros del mundo, y hay mucho en estas cartas que capta su placer por el lugar. En Haití asistió a una ceremonia vudú con, entre otros, Truman Capote, y que describió con una viveza casi cinematográfica: “El hombre que llevaba la gallina la balanceaba como si fuera un incensario; luego se abalanzaba sobre este o ese miembro de la congregación y le frotaba la cara y el cuerpo con el ave viva… Más oraciones interminables y luego rompía las patas del pájaro como si fueran galletas de queso; el asistente se metía la cabeza del pájaro vivo en la boca y la mordía… El cuerpo, por supuesto, seguía aleteando mientras él exprimía la sangre del tronco…”
Si ciertos aspectos de la vida de Greene presagiaban la revolución sexual, aquí vemos destellos de esa fascinación por el salvajismo que ahora cautiva al Occidente pagano. Sin embargo, incluso Greene se cansó de estas incursiones en el corazón de las tinieblas. En una carta confesó: “Es extraordinario lo soso y aburrido que puede ser lo bizarro“.
En Un caso acabado (1961), Greene escribió sobre la erosión de la fe en una colonia de leprosos. Waugh, a quien Greene escribió algunas de sus cartas más cálidas, deploró lo que consideraba la incoherencia de la novela. “Dios me libre de hurgar en los secretos de tu alma”, escribió Waugh a su amigo: “Es simplemente tu actuación pública lo que me apena”. Enervado por las críticas de Waugh, Greene le confió a Walston: “Siento que he llegado al final de un largo camino con Un caso acabado, y que probablemente nunca conseguiré alejarme de la Iglesia. Es como cuando eres joven y das un largo paseo por el campo y, al llegar a un determinado árbol, o a una determinada valla, o a la cima de una colina, te detienes y piensas: ‘Ahora debo emprender el regreso a casa'”.
John Henry Newman y el escritor católico
Aunque confundido en muchos aspectos, Greene entendía la verdadera relación entre literatura y fe. “Hay líderes de la Iglesia que consideran la literatura como un medio para un fin, la edificación”, escribe en una carta. “Ese fin puede ser del más alto valor, de mucho más valor que la literatura, pero pertenece a un mundo diferente. La literatura no tiene nada que ver con la edificación… Los novelistas católicos (más bien diría los novelistas que son católicos) deberían tener a Newman como su patrono. Nadie comprendió mejor su problema, ni los defendió más hábilmente de los ataques de la piedad (ese crecimiento morboso de la religión)”.
En un intercambio de cartas públicas sobre literatura y sociedad, Greene citó a Newman: “Digo que, por la naturaleza del caso, si la literatura ha de ser un estudio de la naturaleza humana, no puede haber una literatura cristiana. Es una contradicción en términos intentar una literatura sin pecado del hombre pecador. Podéis reunir algo muy grande y elevado, algo más alto que cualquier literatura que haya existido; y cuando lo hayáis hecho, descubriréis que no es literatura en absoluto”.
En la misma conferencia podría haber citado otro pasaje de Newman: “Una literatura puede ser mejor que otra, pero la mala será la mejor si la pesamos en la balanza de la verdad y la moralidad. No puede ser de otra manera; la naturaleza humana es, en todas las épocas y en todos los países, la misma…. La obra del hombre sabrá a hombre; excelente y admirable en sus elementos y facultades, pero propenso al desorden y al exceso, al error y al pecado. Así será también su literatura; tendrá la belleza y la intensidad, la dulzura y la putridez, del hombre natural”…
Una comprensión tan incisiva de la naturaleza caída del hombre habría atraído profundamente a Greene, que le dijo a Allain: “En cuanto al aspecto humano… bueno, ¡ahí he fallado una y otra vez! Sí, en el plano humano ha habido muchos fracasos, sin duda; a lo largo de mi vida he traicionado a un gran número de cosas y personas, lo que probablemente explica esta incómoda sensación que tengo sobre mí mismo, esta sensación de haber sido cruel, injusto. A menudo me sigue atormentando antes de irme a dormir”.
Respeto a los sacramentos… sin el fruto de la gracia
Se trata de un remordimiento sincero, con el que todos podemos empatizar. Pero, ¿qué debemos pensar de lo que dijo Greene cuando le preguntaron si comulgaba? “No… He roto las reglas. Son reglas que respeto, así que no comulgo desde hace casi treinta años… En mi vida privada, mi situación no es regular. Si comulgara, tendría que confesarme y hacer promesas. Prefiero excomulgarme”.
Esta es la paradoja que Greene llevaba dentro: profesaba la realidad de la fe, pero elegía no practicarla. La frontera que habitaba entre la fidelidad y la infidelidad era realmente muy estrecha. En esta excelente edición de las cartas, Richard Greene traza esa frontera con una precisión y un brío inusuales.
Traducido por Elena Faccia Serrano.
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