Viendo «La Pasión» de Mel Gibson supo que debía afrontar la gran frustración de su vida: su padre
(Religión en Libertad) Priscille Roquebert ha puesto por escrito el testimonio de su vida, tras haberlo compartido numerosas veces en encuentros de oración. Quiere “transmitir un mensaje de esperanza” a quienes puedan leerlo.
Lo ha titulado Du poison au pardon [Del veneno el perdón], donde el veneno es el odio que alimentó desde la infancia hacia su padre, y el perdón es la puerta de la liberación: “He pensado en todos esos jóvenes, desollados vivos, heridos por la vida, a veces con familias desgarradas. Quiero mostrarles que, a pesar de las pruebas, siempre es posible escapar de eso, perdonar y encontrar de nuevo el placer de vivir“.
Priscille vive en Les Herbiers (Vendée, Francia) junto con su esposo Mathieu y sus cuatro hijos y trabaja como cuidadora. Creció en una familia católica practicante. Sus padres la llevaban, junto con sus cuatro hermanas, a los encuentros de alabanza de la Comunidad de las Bienaventuranzas en Paray-le-Monial. Allí aprendió que “no estaba sola” en el mundo: “Había Alguien ahí arriba que se ocupaba de mí. Pero al crecer abandoné a Dios. Creía que no me escuchaba y que no se ocupaba de nosotros”.
La depresión, el alcoholismo, la violencia
¿Qué pasó entre medias? Es una historia dura que recoge L’1visible. Su padre era un hombre excesivamente autoritario, no permitía llorar a sus hijas y las tenía “siempre a la orden”: “Cuando yo era niña, quería a mi padre a pesar de su dureza. Era bromista y tierno cuando todo iba bien y yo sabía que me quería“.
“Cuando todo iba bien…”, subraya Priscille. Porque con el tiempo se presentaron tres graves problemas: la depresión, el alcoholismo, y tras el alcoholismo, la violencia: “Al ir creciendo, veía que él dormía cada vez más, y que mi madre estaba agotada. Ella lloraba mucho. Yo no comprendía nada, pero mi padre acabó siendo hospitalizado con una depresión. Durante tres años viví con un padre que encadenaba los internamientos con jornadas enteras durmiendo en casa, y todo ello al tiempo que intentaba mantener el trabajo para alimentar a su familia. Luego vino el alcohol, y yo ya no existía más que para sufrir su cólera y sus humillantes castigos“.
El alejamiento de Dios y el odio
Priscille rezaba mucho para que su padre se curase, y tenía plena fe en ello: “Se iba curar, ¡estaba clarísimo! Le echaba gotas de agua de Lourdes en su vaso, colgaba imágenes de Jesús Misericordioso en el garaje junto a sus botellas… Todo en vano. Incluso fue a peor. Yo me sentí abandonada por Dios y por ese padre que destruía mi vida. Crecí con el odio y el deseo matar atornillados al cuerpo”.
La madre y las cinco niñas tuvieron que abandonar el hogar familiar para huir de él. La aversión hacia su padre creció en la adolescencia: “¡Creía que un día iba a matarle!”, confiesa. Empezó a tener relaciones con chicos para sentirse amada. Luego se fue a Irlanda como au pair para romper con todo, pero sentía que tenía que dar sentido a su vida: “Me preguntaba quién era yo verdaderamente”. Volvió a Francia.
Jesús, ese hermano
Un día fue al cine a ver La Pasión de Cristo de Mel Gibson, una película transformadora [puedes leer cómo cambió la vida de Gabriela o de Isabelle]. Vio en Jesucristo al hermano que nunca había tenido: “Comprendí que Jesús, mi hermano, había muerto por la salvación del mundo, que había muerto por mí y para salvarme a mí. ‘Él conoce todas mis heridas. Jesús, el Hijo de Dios, las ha padecido mucho antes que yo’, pensó”.
“Delante de mí se abrió el camino del perdón“, continúa, “pero comprendí que el perdón no es una simple casilla que una marca para ser buena cristiana. Es un camino de paciencia, de sanación y de humildad. Comprendí que Dios quería mi bien y que necesitaba que yo le dejase hacer. Y que cuando se plantase el perdón, tendría que darlo gratuitamente”.
Entrevista de Cyril Lepeigneux a Priscille Roquebert para el programa “Un coeur qui écoute” [Un corazón que escucha] del canal católico francés KTO.
En ese camino estuvo acompañada por un hermano de la Comunidad de las Bienaventuranzas y por Mathieu, su futuro marido, a quien conoció por entonces: “Agarrando con fuerza la mano de Dios mi Padre, me reconstruí“.
Reencuentro
La reconstrucción duró tres años, al cabo de los cuales decidió visitar a su padre para ponerla en práctica: “Su apartamento estaba sucio, insalubre. Yo temía que él recayese y me hiciese daño, pero aquel día había decidido perdonarle y decírselo. Rezamos juntos unos instantes. Le pedí que bendijese a mi novio. Fue un momento muy tímido, pero lo esencial nos lo dijimos. Comprendí que ambos éramos prisioneros del odio que nos unía“.
Su padre dejó el alcohol y durante un tiempo “la familia recobró una cierta armonía“. Pero fue un periodo corto: “Seis meses más tarde, recayó en su enfermedad psiquiátrica y tuvo que ser internado. Un periodo de tranquilidad le permitió llevarme al altar el día de mi boda (¡yo, que había proclamado que jamás aceptaría que lo hiciese él!). La medicación no conseguía estabilizarle. Volvieron las crisis y los accesos de violencia, así como los intentos de suicidio”.
Desgraciadamente, hace cuatro años uno de esos intentos logró su objetivo y su padre se quitó la vida.
“Vivió su purgatorio en la tierra“, afirma Priscille: “Estoy convencido de que el Señor pronunció sobre él las palabras que dijo al Buen Ladrón: ‘Hoy estarás conmigo en el Paraíso’. Al final de su vida, él lo entregó todo a Dios. La enfermedad puede ser más fuerte que el hombre, pero no hasta el punto de arrebatarle todo lo que hay de bueno en su corazón”.
Y por eso ha escrito este libro: “El odio es un veneno. Se apoderó de mi corazón y de todo mi ser. Si no le hubiese perdonado, no sé dónde estaría hoy. El perdón no lo borra todo, pero quienes no conocen el perdón deben ser muy desgraciados. El perdón es exigente, pero nos libera“.
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