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Hombres de fe y ciencia contra las epidemias: 5 católicos hispanos que hay que conocer y apreciar

Hombres de fe y ciencia contra las epidemias: 5 católicos hispanos que hay que conocer y apreciar

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(Alfonso.V. Carrascosa- Religión en Libertad) Vivimos tiempos recios. El COVID19 ha puesto contra las cuerdas a una sociedad aparentemente invulnerable… pero con pies de barro. Es lo poco positivo que tienen las catástrofes, las epidemias: nos pone frente a nuestra realidad.

Históricamente, ¿cuál ha sido el comportamiento de los católicos frente a las enfermedades, frente a las epidemias? Pues ha habido de todo, como en botica. Pero desde la más estricta conciliación ciencia-fe ha habido hombres de fe de gran relevancia en la ciencia médica, comprometidos en la lucha contra la enfermedad, el dolor y las epidemias. Vamos a señalar algunos investigadores médicos católicos e hispanos que merecen ser conocidos.

1. La quina de José Celestino Mutis (1732-1808): sacerdote, médico y botánico

José Celestino Mutis (Cádiz, 1732-Santa Fé de Bogotá, 1808) es un presbítero católico muy conocido por ser una eminencia en botánica, pero su trabajo fue también crucial para el combate contra ciertas enfermedades. No fue un tema baladí ni para él ni para su más importante biógrafo, Caldas, que le denominó “Sacerdote de Dios y de la Naturaleza”.

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En los años 90 en España había mucha devoción a esta popular “estampita” (el billete de 2.000 pesetas) del padre Celestino Mutis, botánico y médico

Al recibir el orden sacerdotal a los 40 años dijo que lo hacía “para mejor servir a Dios y a los hombres”. Caldas dijo en su necrológica que “contemplando la naturaleza, elevaba su espíritu a su Autor, le adoraba y se desprendía enteramente de la tierra, para unirse más a él…”. En carta de 17-12-1789 a su amigo D. Francisco Martínez de Sobral, médico de Carlos IV, le decía: “me hallo cada día más contento y sino con el mismo fervor, al menos con la satisfacción de cumplirse un nuevo aniversario de mi ordenación”.

Florentino Vezga, que cuenta su Expedición Botánica a Nueva Granada (las actuales Colombia, Venezuela, Panamá y Ecuador), le describe unido estrechamente a Dios Creador, dividiendo sus horas entre la oración y los enfermos de cuerpo y alma. Parece que su sacerdocio lo ejerció con tanta pureza y exactitud como su actividad científica.

Fue el español que más relación tuvo con Carl von Linneo, también profundo cristiano, inventor del modo científico de nombrar a los seres vivos conocido como nomenclatura binomial (p.ej.- hombre = Homo sapiens).

Además de su amor a la botánica, Mutis fue médico de profesión. Trabajó también en los campos de la matemática, astronomía, metalurgia y zoología.

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Médicamente hablando su mayor aportación fue el estudio médico de la exótica droga llamada «quina» o «cascarilla». Este «oro verde», que se extraía de la corteza de una especie de árbol originario de América del Sur en la selva lluviosa de la Amazonia, fue introducido en Europa por los  jesuitas españoles ya en el siglo XVII como poderoso febrífugo, del que se dijo que «fue para la medicina lo que la pólvora para la guerra».

El empleo de la quina fue de utilidad para combatir el paludismo, fiebres tercianas y otras enfermedades similares. La Real Botica Española fue por ello muy importante para el mundo entero. Mutis fue un hombre ilustrado, que además reformó los estudios de medicina en Santa Fe de Bogotá. Lo que ingresó por sus actividades de explotación minera lo invirtió en su trabajo científico y en la construcción del Observatorio Astronómico de Santa
Fe de Bogotá.

2. Un pionero de la inmunización en América: el hospitalario Pedro Manuel Chaparro (1746-1811)

Fray Pedro ya vacunaba 30 años antes de que Jenner inventara la vacuna. Fernando Rodríguez de la Torre nos presenta en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de Historia a Pedro Manuel Chaparro (Santiago de Chile, 1746 – 1811), religioso de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, una orden que ha hecho mucho por la humanización de la medicina. Chaparro fue médico e introductor de la vacuna contra la viruela en Chile.

Hizo su profesión como religioso el 8 de noviembre de 1767 y, apenas un mes después se matriculaba en la Escuela o Facultad de Medicina de Santiago de Chile. Estudió tanto medicina como teología.

Incluso antes de matricularse en Medicina ya participó, con 19 años, en la campaña de vacunación contra la epidemia de viruela de 1765. Inició en Santiago de Chile las inoculaciones de pus de las pústulas de los variolosos “para prevenir la viruela, con tanto acierto que fue el iris que serenó aquella tempestad. Excedieron el número de cinco mil las personas inoculadas y ninguna pereció. La capital de Chile debió su salud a este digno hijo suyo” (O. Marcos, 1971).

Una vez doctorado en Medicina fue nombrado médico titular del hospital de la Orden de San Juan de Dios en Santiago, importantísimo en la capital chilena, donde presentó en 1778 un plan de estudios innovador sobre anatomía patológica y opositó a la cátedra de Prima de Medicina.

Una segunda epidemia de viruela, ocurrida en octubre de 1805, sirvió para que fray Pedro Chaparro aplicara, por primera vez en Chile, el método de vacunación del doctor Edward Jenner, el médico inglés (y cristiano ferviente) al que se atribuye la invención de la vacuna, aunque Chaparro se le había adelantado. Chaparro vacunó “con virus llegado de los portugueses del Brasil, estimulando con entusiasmo este sistema en las invasiones de viruela de los años siguientes” (O. Marcos, 1971).

Otro ejemplo claro de participación de católicos, en este caso en campañas de vacunación internacionales, es el de la conocida como Expedición Filantrópica de Balmis, que tuvo bastante más de caritativa al estilo católico que de mera filantropía, pero merece por sí sola un artículo a parte.

3. Juan Carlos Finlay (1833-1915) y los mosquitos de la fiebre amarilla

Juan Carlos Finlay Barres (Camagüey, 3-12-1833 – La Habana, 19-8-1915), cubano hijo de escocés, fue el médico epidemiólogo y microbiólogo que descubrió el modo de transmisión de la fiebre amarilla.

En 1855 se graduó por el Jefferson Medical College (Filadelfia, Estados Unidos), donde fue discípulo del famoso médico estadounidense Silas Weir Mitchell, convalidando en 1857 su título en la Universidad de La Habana. También estudió en Francia y en Alemania. Desde 1868 llevó a cabo importantes estudios sobre la propagación del cólera en La Habana.

Años después, estudió el muermo, enfermedad común en equinos que ocasionalmente puede afectar a humanos. También describió el primer caso de filaria en sangre observado en América (1882). Incursionó ocasionalmente en cuestiones científicas de un carácter más teórico y siguió practicando la oftalmología.

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Su gran hallazgo fue descubrir el modo de propagación de las epidemias de fiebre amarilla. Cuentan que cierta noche Finlay volvió cansado de atender a un enfermo de fiebre amarilla. Finlay, al irse a acostar, recordó no haber rezado su habitual Rosario y se puso a ello. “Demasiado cansado para arrodillarse, se sentó en su sillón. Era una noche calurosa: respiraba incómodamente: estaba deprimido y con ansiedad por sus enfermos graves y moribundos; y para colmo de males, un mosquito, comenzó a rondarle. Este molesto insecto se mantuvo revoloteando tratando de hundir la proboscis en su frente”.

Se le ocurrió a Finlay si no sería un mosquito el transmisor de la enfermedad, algo a lo que ya le daba vueltas desde hacía tiempo. El 14 de agosto de 1881, Finlay presentó ante la Real Academia habanera su trabajo “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla”. En esta memoria indicaba correctamente que el agente transmisor era la hembra de la especie de mosquito que hoy se conoce como Aëdes aegypti. Este trabajo se publicó en ese mismo año en los Anales de la Academia.

Finlay y su único colaborador, el médico español Claudio Delgado Amestoy, realizaron, desde el propio año 1881, una serie de inoculaciones experimentales para tratar de verificar la transmisión por mosquitos. Finlay y Delgado realizaron ciento cuatro inoculaciones experimentales entre 1881 y 1900, provocando al menos dieciséis casos de fiebre amarilla benigna o moderada (entre ellos, uno muy “típico”) y otros estados febriles, algunos no descartables como de fiebre amarilla, pero de diagnóstico impreciso.

De sus muchos estudios dedujo Finlay que las picaduras (inoculaciones naturales) por mosquitos portadores del germen podían provocar formas benignas de fiebre amarilla, quizás no diagnosticadas como tales, en la temprana infancia o incluso in útero entre los residentes en el país, y que ello explicaba la mayor resistencia de los criollos a la enfermedad. Esta tesis sólo vino a comprobarse en los años treinta del siglo XX, mediante estudios realizados en África occidental.

En 1893, 1894 y 1898, Finlay formuló y divulgó (incluso internacionalmente) las principales medidas que se debían tomar para evitar las epidemias de fiebre amarilla. Tenían que ver con la destrucción de las larvas de los mosquitos transmisores en sus propios criaderos, y fueron, en esencia, las mismas medidas que luego se aplicaron con éxito en Cuba, Panamá y otros países donde la enfermedad era considerada endémica.

Se desarrollaron también estudios por la administración estadounidense dado el elevado número de soldados de dicho origen que padecía la enfermedad en Cuba, por vivir en la isla tras la finalización de la guerra contra España, en los que se sirvieron de mosquitos para la vacunación de personas, pero no fueron concluyentes.

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Finalmente la teoría del mosquito quedó demostrada convincentemente sólo con la eliminación de la fiebre amarilla en La Habana en 1901, después de ser destruidos los principales criaderos de A. aegypti. El éxito de esta campaña, dirigida por el médico militar estadounidense William Gorgas, pero basada en las recomendaciones de Finlay, sirvió también como comprobación definitiva de la teoría del investigador cubano. En 1902, al
proclamarse la independencia de Cuba, Carlos J. Finlay fue nombrado jefe superior de Sanidad.

Entre 1905 y 1915, varios eminentes investigadores europeos propusieron oficialmente la candidatura de Finlay al Premio Nobel. Tal fue el caso, entre otros, del investigador inglés Ronald Ross (Premio Nobel en 1902), quien propuso a Finlay en 1905, y del francés Alphonse Laveran (Premio Nobel en 1907), quien lo propuso en 1913, 1914 y 1915. Finlay nunca recibió ese galardón, pero sí varias condecoraciones inglesas, francesas y cubanas.

4. El doctor Ferran (1851-1929): sus vacunas salvaron a multitudes

Otro caso de sumo interés es el caso del doctor Jaime Ferran (Tarragona, 1851 – Barcelona 1929), probablemente el microbiólogo español más importante del siglo XX. Se licenció en Medicina en la Universidad de Barcelona en 1873. Se interesó por la microbiología a raíz de las investigaciones de Louis Pasteur, otro científico católico.

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El doctor Ferrán, quizá el microbiólogo español más importante del siglo XX

Jaime Ferran (Jaume Ferran i Clúa, en catalán) desarrolló la primera vacuna contra el cólera, otra antitífica, otra antituberculosa y otra contra el tétanos. Obtuvo también éxitos
importantes en la investigación contra la erisipela del cerdo y del carbunco y en la vacuna antipestosa. Mantuvo una estrecha amistad con el rey Alfonso XIII, aunque al morir sus enormes contribuciones a la ciencia médica no habían merecido el más mínimo reconocimiento de las autoridades españolas. Sí recibió un premio de la Academia de Ciencias de París en 1907, pero en España no se le reconoció ni se le dedicaron monumentos, y luego calles y colegios, hasta después de 1950.

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Monumento al doctor Ferran en Barcelona

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Placa del monumento del doctor Ferran en Madrid

Sus extraordinarios avances fueron objeto de durísima polémica, capitaneada entre otras entidades por el Ateneo de Madrid, donde se reunía la intelectualidad “progresista” de la época, que le era muy hostil.

De su fe católica habla el libro Todo por el amor de Dios y el de todos mis hermanos” escrito por María del Milagro Descarrega Vallobá (2ª Ed. 1996, Ed. María del Milagro Descarrega Vallobá D.L.T. Nº 260-1992, 303 pp), que recoge el testimonio de su prima Pilar, que durante años fue maestra del hijo pequeño de Jaime Ferrán. Ferrán era primo hermano del padre de María del Milagro Descarrega, por lo que ella siempre le consideró tío –el tío Ferrán– cuya madre murió teniendo él tres años, y esa señora era hermana de la abuela de la escritora del libro.

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Escribe la autora en las páginas 249 y 250: “Me gustaría recordar nuevamente las palabras de mi tío el Dr. Jaime Ferrán, las sé por mi prima Pilar, quien estuvo como institutriz de su hijo pequeño Santiago. Y como a mi padre le entusiasmaba todo lo que estuviera relacionado con su primo; Pilar cuando venía y no hacía otra cosa que hablar de él. Una de las cosas que más recuerdo y que figuran en el prólogo de mis memorias, es que decía que «El que no cree en Dios, es un ignorante o no tiene cabeza» y así lo comentaba: «Yo sé lo que cuesta crear algo, toda mi vida la he dedicado al estudio y la investigación y sé las noches que he pasado en vela, pero me anima el pensar que todo mi esfuerzo no se perderá, pues vendrá otro detrás de mí y lo pondrá en práctica. ¿Pero quien puede poner en marcha lo que Dios ha hecho? ¡Nadie es capaz de ello! Así que Dios tiene que existir a la fuerza. Esta gran máquina de la creación ¿quién la pone en marcha? Yo con mi humilde razonar pienso: no hay nada que nade sólo, sin una mano que le empuje; un reloj no va si alguien no le da cuerda, ni un coche, ni una máquina de tren, etc…». Pienso entonces en mi tío Ferrán y en esta gran máquina de la creación, con tantos planetas que giran alrededor del Sol. La Tierra donde habitamos, con sus movimientos de rotación y traslación, que son el día y la noche y las cuatro estaciones del año. La luna que gira alrededor de la Tierra. ¿Todo esto, quién lo pone en marcha? Hasta la cosa más insignificante, si faltara moriríamos. El aire que respiramos nos da vida; como las plantas, el sol, la lluvia. Todo lo necesitamos para poder vivir. Por esto las palabras de mi tío, quien quiera meditarlas un poco, verá que tiene toda la razón”.

5. Manuel Patarroyo y la lucha contra la malaria

Manuel Elkin Patarroyo, nacido en Colombia en 1946, es una de las grandes figuras de la investigación en vacunas. Confiesa que su vocación científica se vio determinada por la lectura de un cómic en el que se contaba la vida del médico Louis Pasteur (1822-1895) como benefactor de la humanidad. Pasteur enunció la teoría microbiana de la infección y transmisión de enfermedades, quizá la teoría científica que más vidas humanas ha salvado.

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Patarroyo se crió como el mayor en una familia de 11 hermanos. Doctor en medicina y cirugía desde 1971, cuenta con la nacionalidad española, y fue elegido el 30 de octubre de 1991 académico correspondiente extranjero de la Real de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España, institución en la que ingresó el 3 de diciembre de ese año con el discurso «La vacuna de la malaria: Ciencia, Economía y Política», en el que explicaba las investigaciones que le condujeron a sintetizar químicamente la primera vacuna contra esta enfermedad.

La malaria en 2005 contaba con 500 millones de casos detectados en el mundo, fundamentalmente niños menores de cinco años del África Subsahariana. Causa 3 millones de muertes al año.

En 1986 Patarroyo consiguió sintetizar su vacuna SPF66 (del inglés “Sinthetyc Plasmodium Falciparum”) contra el agente causal de la misma, el protozoo Plasmodium falciparum, y en 1993 cedió los derechos de explotación de ella a la OMS, porque quería que el beneficio de la explotación de la misma no fuese monopolizado por una empresa, y llegase al mayor número de personas posible, con la condición de que su producción y comercialización fueran hechas en Colombia. Esto le hizo perder la oportunidad de ganar mucho dinero que se habría embolsado de ceder los derechos a una multinacional farmacéutica.

Un año después fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, año en el que también recibió el Premio Robert-Koch. En 1990 le concedió la Academia Nobel de Suecia el Premio a la Excelencia en la investigación latinoamericana. En 2001 llegó a un acuerdo para realizar parte de sus investigaciones en la Universidad Pública de Navarra. En 2008 diseñó un nuevo diagnóstico temprano de cáncer de útero con sólo una gota sangre.

Han sido varias las ocasiones en las que ha manifestado su condición de católico. En una entrevista, a la pregunta “¿cree en Dios?”, respondió: “Sí, mucho. Soy muy creyente y bastante católico. Hay algo de lo que me enorgullezco de verdad. Todos los días, desnudo, debajo de la ducha, de rodillas, le ruego a Dios que me muestre el camino para ser su instrumento. Y no le pido más. Estando en un nivel tan profundo de conocimiento, como por ejemplo, cuando analizamos el núcleo de los átomos, y sabiendo o no el grado tan grande de incertidumbre que hay ahí, todo tan ordenadito, vuelve uno al primer principio filosófico de la teología, que es el orden universal: al gran Creador”. En otra entrevista precisó: “soy creyente, practicante, pero no fanático”.

Son hombres de ciencia y fe, luchando contra las enfermedades infecciosas, desarrollando vacunas…

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