“Su madre dijo a los sirvientes: Haced lo que él os diga”
Evangelio según S. Juan 2, 1-11
Había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: «No tienen vino». Jesús le dice: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora». Su madre dijo a los sirvientes: «Haced lo que él os diga». Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: «Sacad ahora y llevadlo al mayordomo». Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues había sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.
Meditación sobre el Evangelio
A sistió María a la boda y asistió Jesús. No huían de la fiesta y regocijo. Fiesta por cierto que duraba ocho días. Se mezclaron como uno más, y Jesús iniciaba en esta naturalidad a sus discípulos recientes. La suprema santidad está en la suprema naturalidad; sólo el corazón es otro. Las circunstancias del vivir las creó Dios para que en ellas se hicieran los hijos de Dios. Viven lo natural, mas en ellos vive el Sobrenatural; entonces las cosas, sólo con pasar a su lado, se polarizan a Dios; ¡hacia el que están deseando! Y suspirando por él se divinizan. Suspiran en nuestro corazón.
Pero ellas son como son, porque todas buenas fabricólas Dios, y las bodas y el vino y el pandero y su bullicio son criaturas de Dios.
Mucho vino se bebió y empezó a escasear. Pronto lo advirtió María. Posee unos ojos la caridad que enseguida avisan; pues vive atenta a los otros hasta descuidarse de sí. Habría vergüenza cuando faltase el vino; desde luego se perdería la animación del festejo y la algazara.
María buena buscó a Jesús. A solas le sugirió un milagro. Graciosa María, que pedía más vino para los que todo se lo bebieron; más graciosa, que recurría por ello a milagros, cuando nunca los había hecho Jesús. ¿Qué celebrar más su caridad o su esperanza? Su caridad, que mima y quiere vino para que gocen, pasando por alto que sucedan algunos excesos. Quiere que perdure el júbilo solicitando un milagro por tan poca cosa; intrascendente, sí, para el mundo, trascendente no obstante para quien lo necesita o para quien le ama. Su esperanza que pide con tal naturalidad y solicita el milagro inicial para un episodio tan meñique. ¿Qué le vamos a hacer, mujer, exclamó Jesús, si no está iniciada la etapa de milagros?¿Qué tono imprimió Jesús a su respuesta, qué tono el Espíritu en los oídos de María acuciándola a la esperanza? María se creció. Como en el caso de la cananea, la esperanza domina a Jesús, el niño domina al Padre. ¿Cómo? Esperando, pidiendo, insistiendo, besando. El más enamorado es siempre el dominado. Y le gusta serlo. Le domina el amor que espera, el hijo que pide besando, gimiendo, riendo. En la cananea tuvo que hacer el milagro fuera de Israel; aunque estaba decretado que fuera, no. Aquí tuvo que hacerlo fuera de hora; aunque estaba decretada otra para inaugurarlos. ¡Mandan los hijos en su Padre! Pero sólo son hijos auténticos, los que son caridad que espera. Siete hectolitros de vino les proporcionó Jesús, vino de calidad.
Este portento fue un relámpago para sus discípulos. Afianzáronse en Él. Ya les previno el Bautista: «el que viene detrás de mí, es mayor que yo».
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