«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso»
Evangelio según San Lucas 23, 35-43
Los magistrados hacían muecas a Jesús, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Éste es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Meditación sobre el Evangelio
P anorama desolador: autoridades religiosas (que lo habían entregado a los romanos por envidia —Mt 27,18—), pueblo y soldados burlándose del hombre más bueno que jamás pisó ni pisará la Tierra.
Podría pensarse que los padecimientos tremendos de Jesús en la Pasión le vinieron, principalmente, por el martirio físico que sufrió en la cruz, y los latigazos y golpes que anteriormente recibió de unos y otros. Y verdaderamente padeció muchísimo físicamente. Pero el mayor padecimiento que tuvo, y con mucha diferencia, fue el de los horribles ataques de Satanás. Tentaciones dolorosísimas que tenían que ver directamente con la redención del pecado original. Fue una lucha entre el caudillo de los malos y el mejor de los buenos. (“Porque nuestra lucha no es contra adversarios de carne y hueso, sino contra los espíritus y fuerzas sobrenaturales del mal que dominan este mundo de tinieblas” —Ef 6,12—).
Una de las tentaciones más terribles (por tres veces aparece en el pasaje en diferentes bocas) fue la de bajarse de la cruz (“sálvate a ti mismo”). Satanás incitó a los circunstantes con esta afrenta y a la par invitación. Fíjese el lector en el lenguaje propio empleado por el príncipe del mal a través de aquellos hombres para tentar: “Si eres el Mesías… Si eres el Elegido… Si eres el rey de los judíos…”, que recuerdan al “si eres el Hijo de Dios…” empleado ya por él en su lucha cuerpo a cuerpo contra Jesús en el desierto, justo antes de comenzar la vida pública, acosándolo con el propósito de quitarlo de en medio, disminuirlo o rebajar su plan salvador desviándolo por otros caminos aparentemente mejores, más atractivos a primera vista, triunfantes y gloriosos que los que Dios Padre marcaba en su infinita sabiduría y providencia, para que pusiera una fe que no sería tal, por no ajustarse a la voluntad del Padre.
Y es que hay invitaciones de Satanás hacia una glorificación de Dios que, imaginada por el siervo de Dios, por su Hijo en este caso, tentado como hombre que era cien por cien, al dejarse guiar por ellas llevándolas a cabo, destruirían el plan de Dios. (Recuérdese que también por boca de Pedro tentó a Jesús incitándole a un pasar la vida no como Dios le anunciaba, llamándole la atención Jesús a Pedro delante de todos: “Apártate de mí, Satanás, porque tú piensas como los hombres, no como Dios”). Se siente con ello la tentación de hacer las cosas mejor de lo que manda la fe. Entra la duda: bajarse de la cruz sería triunfal; convertiría a muchos; podría durar más años el apostolado… Por otro lado la fe le decía que bebiese el cáliz y pereciese… “Bajarse”, sugería la tentación… Quizá fuese ese el plan de Dios y estar más años en la Tierra… Se forma un barullo en la mente, entre angustias, pues se trata de lo más querido del alma, que es la gloria de Dios… Entra un gran desasosiego, atroz para quien mucho ama a Dios. No se sabe por donde tirar, como atado el hombre a caballos prestos a galopar en direcciones contrarias, que siente descoyuntarse los brazos y piernas, y desgajarse horrendamente. Si uno ama muchísimo a Dios, la tensión es brutal.
También le acometió a Jesús la tentación, aún peor, por más viva y precisa, de haberle fallado a Dios… Mayor dolor que éste no se puede concebir, cuando quien lo padece es de un amor inmenso a Dios; y más infinitamente que Cristo amaba al Padre, imposible hallar, por lo que dolor más profundo y mayor, tampoco. Cierto que la fe se pone a su vera, pero es una fe que suda sangre, más sangrante aún que la del combate de Getsemaní.
Y como remate, a Jesús le sugirió el tentador infernal que ya era tarde para remediar nada; que había fracasado por no haberlo hecho bien; que Dios estaba desilusionado de él por no haber respondido como Él esperaba, y que no le perdonaría … (“¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!”).
Nada de esto debe extrañar, pues el poder de Satanás es enorme, y cuando se trata de casos excepcionales, y el de Cristo es el mayor, las posibilidades que misteriosamente Dios le deja a veces (misterios de la fe-amor) son horrorosas, pudiendo tocar Satanás directamente ciertas zonas íntimas del espíritu que son como carne viva…
¡Pero Dios envió su socorro y consuelos tangibles en medio de tanta lucha…! Uno de los malhechores, noble y limpio de corazón (“dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”… ¡y él ya lo estaba viendo!), ante las afrentas del otro salió en su defensa y ayuda, reconociendo abiertamente su propio mal y a Cristo como lo que era: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. La respuesta fue inmediata: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Después de tanto combate y tentación, hasta sentirse abandonado de Dios, ¡triunfó la fe! Se vio Jesús con luz clara, y se vio inocente, fiel a Dios, gloria del Padre. Vio que todo lo había hecho en la vida hasta el final como Dios quería. Y vio que él mismo era Dios y tesoro del Padre, y que no había forma alguna de fallarle ya… Por ello exclamó con total paz: “¡Todo está cumplido!”, para expirar tras decir: “¡Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu!”. Presenciando y escuchándolo todo estaba María, corredentora con él, situada junto a la cruz. En esto consiste el reinado de Cristo, y este legado nos deja: amar como él ha amado, hasta las últimas consecuencias, hasta el fin, ¡hasta la última gota de su sangre! (Testigo de ello fue san Juan: “Al traspasarle el costado el soldado con su lanza, al punto salió sangre y agua” —Jn 19,34—).
Querido lector, hombre o mujer que esto lees: Al acabar hoy el año litúrgico y celebrar de este modo a Cristo, como Rey del Universo, no olvides que todo este dolor inmenso él lo padeció por ti; para librarte, si libremente quieres, del egoísmo y sus nefastas consecuencias (que a esto llamamos “redención del pecado”); para que puedas iniciar, continuar y desplegar una vida nueva ya aquí en la Tierra, preludio de la definitiva celestial que te espera, que es la del amor, vida verdadera.
Y ello conjugándolo con tus luchas, altibajos, éxitos, fracasos y vuelta a seguir en tu perseverar (“Os he hablado para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero ánimo, tened valor, que yo he vencido al mundo” —Jn 16, 33—). Sin Dios, con tus solas fuerzas, esto te será imposible; pero con tu libre voluntad unida a él, con tu ‘sí’ traduciéndose en obras, “lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Lc 18,27). (¡“Por pura misericordia suya, por pura gracia estáis salvados”! —Ef 2,5—; “Sin mí no podéis hacer nada” (sin mis consejos, sin mi doctrina, sin mi alimento: ¡sin mi persona!) —Jn 15,5—). Él no toca tu libertad, para que la respuesta sea totalmente tuya, libre; que no hay amor del todo verdadero si se ama por temor, obligación u otro motivo (“No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor… quien teme no ha llegado aún a la plenitud en el amor” —1Jn 4,18—).
Para abrir ese camino y darte esa oportunidad —que de otra manera sería imposible—, bajó a la Tierra, y se hizo hombre en las preciosas y puras entrañas de una joven virgen de Israel que libremente asintió, María Santísima. Tan por ti lo hizo, que si sólo hubieses estado tú en la Tierra para ser rescatado, por ti lo habría hecho, dando su vida a cambio de la tuya, por muy incrédulo o malhechor que fueras (“No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” —Mc 2,17—; “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros; siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” —Rom 5,8.10—; “He venido para que tengáis vida y la tengáis abundante” —Jn 10,10—).
Dejó su bienestar de arriba para venir a un no muy bien pasar aquí abajo (“Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente su dignidad; al contrario, se despojó de su rango, de sí mismo, tomando la condición de esclavo; se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” —Flp 2,5ss—). ¡¡¡Esto es amar!!! Y nos dio este mandamiento: “Como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13,34), que en el sacrificio del altar se traduce en: “… Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía” (¡Entregaos como yo; entregaos conmigo, como yo me entrego al Padre, por la salvación de todos los hombres) (Lc 22,19).
La vida, muerte y resurrección de Cristo son una invitación continuada suya a sentirnos amados por Dios, con tanta fuerza que no olvidemos semejante amor, y ajustemos continuamente el rumbo de nuestras vidas al suyo, nuestro amor, y forma de amar, al suyo, incorporándonos su doctrina para vivirla ahora, en el tiempo que nos toca vivir, con las circunstancias y acontecimientos que a cada uno se nos vayan presentando, para ser llevados así con él un día a la Patria Celestial, la Jerusalén Celeste; a la Felicidad eterna; para morir y resucitar con él… ¡Y si él así vivió y murió por ti, por mí, ¿cómo Dios no nos dará todo cuanto necesitemos por medio de él?!
¡Así es el reinado de Dios! ¡Así es el Reino de Dios! (“Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). ¡¡¡Gloria a Cristo Jesús, Rey del Universo, Rey que quiere serlo de nuestras almas!!!
¡Que Dios nos dé luz abundante para meditar semejante amor, y la fuerza necesaria para hacerlo vida!
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