“Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”
Evangelio según S. Mateo 11, 25-30
Tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
Meditación sobre el Evangelio
J esús iba guiado por la voluntad del Padre, por el Espíritu del Padre, que a veces se le derramaba con fuerza, aun para él, irresistible. A medida que somos más de Dios, nuestros sentimientos van coincidiendo con los Suyos, hasta dudar a veces si es que somos nosotros hechos a su imagen, los que pensamos y gustamos como Él, o es nuestro cariño que nos sugestiona a pensar como Él. Son las dos cosas, y esas dos son una. «Yo te doy gracias». Es nuestra vida ser niños, porque es su vida ser Padre. Cuanto más Padre Él, más niños nosotros. El niño se nutre de la madre; un flujo vital va de ella a él, y el niño mientras permanezca adherido a ella, mientras chupe vida de ella, vive. Su vida le viene de ella. Así el hombre se nutre de Dios; el hijo de Dios, como el Verbo, vive del Padre, de una comunicación de vida que Él hace. Por eso vivimos de fe; no radicar en nosotros sino en Él, no asegurarnos en nuestro saber sino en el suyo, sustentarnos en Él y sustentarnos de Él; con la fe mamamos. Los sabios y sesudos se creyeron algo; se dedicaron a ser ellos, a discurrir ellos, a bastarse ellos, a gloriarse en su saber y en su dignidad; y no alcanzaron a saber. Porque las cosas de Dios trascienden al hombre, le sobrepasan infinitamente: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo… ». Mientras el Padre no lo da, el hombre no lo tiene.
No consiste en talento, ni en estudio, sino en luz de Dios. Ven los que reciben esa luz. La reciben con preferencia los pequeños, los ignorantes de este mundo pero sabios de cielo. Mientras que los sabios de sí mismos, son ignorantes y analfabetos de Dios. La mayoría de los intelectos terrenales, aun especializándose en datos divinos, quedan rastreando por los hierbajos del suelo y no atinan, porque: «Las cosas de Dios, sólo las conoce el Espíritu de Dios; el Espíritu a todos juzga, pero Él de nadie es discernido» (Pablo). Jesús y el Padre, ternura inefable, que llaman a los apenados, a los agobiados. ¡Ah!, si fuesen a Ellos, si se acurrucasen en Ellos, qué otra cosa les resultaría la vida. Pero se empeñan en buscar la solución por otra parte; busquen, pero poniendo la principal confianza en el Padre y en el Hijo.
«Tomad mi yugo». Su yugo llama a la dulce esperanza, a la fuerte esperanza, a mantener nuestra caridad hacia Él y hacia todos, en todo evento. Aprender lo que nos está enseñando, que es un amor tan puramente amor y delicado que encontramos en él descanso y dicha; porque es tan limpiamente amor que no es capaz de darnos mentira por verdad; tan sencillo, tan tierno que al enseñar no se busca a sí, sino a mí; va de verdad a darnos la verdad. Como mana de su Padre bueno, Jesús es bueno y la verdad es buena, tan bueno y buena que su yugo es suave y su carga ligera.
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