“Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”
Evangelio según S. Lucas 8, 19-21
Vinieron a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte». Él respondió diciéndoles: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».
Meditación sobre el Evangelio
E staba instruyendo a las turbas cuando llegaron su madre y otros familiares buscándole. Es sobresaliente la unión de madre e hijo que siempre conservaron María y Jesús; se los nota inseparables, y a cada paso se les adivina conviviendo. Los dos seres que más han querido jamás en el mundo, tuvieron la inmensa fortuna de convivir toda la vida, y cuando la exigencia de la vida pública interrumpió el idilio de Nazaret, continuaron todavía una asiduidad de trato, de ayudarse el uno al otro, de necesitarse mutuamente. Intimidad materno-filial velada con discreción. Situaban entre bastidores su cariño y comunicación, para concentrar la atención hacia la escena, hacia el mensaje de Caridad para el que ambos existían.
Aguardó su madre a que concluyese. Le avisaron a Jesús que estaban sus parientes aguardando. Pronunció una frase clarísima que sin embargo muchos no acaban de gustar. Hay un parentesco según la carne; hay otro más alto y hondo según el Espíritu: «Lo nacido de la carne, carne es, lo nacido del Espíritu, Espíritu es». El parentesco según la carne no es sino la representación y primer intento de un parentesco según el Espíritu.
Unido el hijo a la mujer por vínculos de sangre humana; unidos nosotros, unos a otros, por vínculos de sangre y vida de Dios. Si las vidas del mismo vientre tanto se ligan que se llaman parientes, las vidas del mismo Espíritu se ligan inmensamente más.
No hay parentesco más auténtico que la comunión en el mismo pensamiento de Jesús y en una misma caridad que nos trae estremecidos, e invade nuestro ser y nuestros días, nuestro tiempo y nuestra eternidad, nuestro querer y nuestro discurrir. Es una vida que acciona a la vez en ambos; está por encima de las concepciones humanas, de los puntos de vista terrenos, de las percepciones de la razón; puesto que es Dios quien va siendo nuestra médula, nuestros huesos, nuestra corriente arterial, nuestro entender, nuestro querer. Por eso la eucaristía, carne y sangre de Dios, para alimentar este organismo. Cuando de veras bulle la caridad y ríe la esperanza y se avanza en fe repleta de amor, brota esta experiencia sonora, relampagueante, indiscutible: «Mi madre y mis hermanos son estos que oyen la palabra del Padre y la viven».
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