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Viernes, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús 28-06-2019

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“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”

Evangelio según S. Lucas 15, 3-7

Jesús dijo a los fariseos y escribas esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos y les dice: «¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido». Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».

 

Meditación sobre el Evangelio

Q ué éxito entre los tenidos por desamparados de Dios! Se había corrido entre ellos que su doctrina era hermosa, convincente, asequible, abiertos los brazos a todos. Los que rechazaban la religión por inhumana, los que renegaban de un dios altanero de bronce, los hartos de gazmoñería, obligacioncillas y asfixia, los desesperanzados de que Dios los recibiese, los que ignorando la dicha del amor y la esperanza se abandonaron al remolino del acontecer, los que no iban al templo porque no sabían orar a un Señor lejano, los que no se atenían a servir a Dios con tanta ley y tanta lata…, «los que estaban sentados en las sombras de la muerte vieron una gran luz». Los puritanos de siempre miran torvamente el acceso de juerguistas, incrédulos, menospreciadores de leyes o garambainas, desviados del templo, desharrapados de conciencia. Mientras su acceso no sea pasar por las horcas caudinas. En el caso presente no eran éstas, sino una espiritualidad que, cambiándolos, no los mojigateaba; ofreciéndoseles, prometía una felicidad singular a la sencillez y lealtad de muchos de ellos; llamándolos, metíales un espíritu de libertad amante, exonerados de preceptos, pero sujetos por el amor a una belleza de conducta incomparable; hijos y libres, olvidados sus pecados y ensalzados ellos hasta Dios.

No se inquina Dios con el perdido; se apena y se acongoja y vuela en busca de Él. Más que la ofensa, le conturba su desgracia, la desdicha que implica quedarse sin Dios, que es su felicidad y riqueza, su pastor y madre. Insipiente la oveja se fue por trochas, extraviada, donde no encontrará sino infortunio y desamparo. Desolada independencia la que busca la criatura, que la desgarra de sí misma; pues ello no está entera sino cuando adherida a Dios. Por eso precisamente es hija, esencialmente hija, a no ser que se empeñe en cercenar su filiación arrancándose las entrañas por las que está unida a las de Dios; como el pequeñín en el seno de su madre. Pues lo más entrañable nuestro, lo más íntimo y último, es ser hijos, vivir de la corriente vital que pasa del Padre a nosotros, latir nuestro corazón impulsado por los latidos del suyo, ser de Él.

El pecado es separarse, y la separación es un no-amor; porque con el amor no se compadece desunión. La separación es más o menos grande, según los actos y actitudes del hombre, pero no llega a ser total e irrevocable más que la que se consuma con la muerte. Tal totalidad irrevocable se cría durante la vida permaneciendo y arraigando en el desamor. Mira Dios su peligro y se estremece; el hijo va perdido, va perdiéndose. Le necesita su corazón y parte tras él. Para el que ve en lo sobrenatural, en esa región escondida a los ojos de poca fe ¡cuánto buscar Dios, llamar, rodear! Infatigable hasta que se hace con uno. ¡Qué drama y a veces tragedia, este conjugar libertad de hombre con empeño de Dios! Es Dios el amante esposo desechado por la esposa frívola y, sin embargo, amadísima. Sólo un amor descomunal puede hacer que Dios juegue este papel en nuestra historia. Él, que lo vale todo, desolado por el que no vale nada, más que el amor que Él le tiene.

Tanto se afana por su criatura, descarriada por falaces derroteros, huérfana y desheredada, que ha relegado a segundo plano el conjunto de sus hijos fieles. La madre deja a los otros hijos en casa, se olvida de ellos, desolada por el que cayó en el pozo. Encuéntrase pastor y oveja; ella allí enfrente, que ya estaba balando. El pastor prolonga ese momento dichoso del encuentro; los brazos abiertos, en cuclillas, con flexible balanceo, la espera, sonriendo, piropeando. Alza la oveja sus patas delanteras y con su carrera jubilosa viene a hundirse en los brazos del pastor.
En el cielo son así, dice Jesús, los enloquece la vuelta del arrepentido.

¡Pasmoso Dios que tanto ama! ¡Es el Padre!

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