“Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”
Evangelio según S. Juan 21, 20-25
Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Al verlo, Pedro dice a Jesús: «Señor, y éste ¿qué?». Jesús le contesta: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme». Entonces empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?». Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir.
Meditación sobre el Evangelio
E s momento de estar Jesús resucitado a solas con Pedro: “Tú, sígueme”. De dedicarse a él por entero. Va a ser cabeza de la Iglesia y quiere instruirlo aparte. Juan se ha de quedar esta vez. Con cada uno quiere Dios tener sus apartes, su intimidad, siendo este uno de los motivos más importantes para orar, junto con la necesidad vital que tenemos de estar unidos a Él. Facilitamos a Dios su deseo buscando ratos para estar a solas con él, fuera de ruidos, trajín, trabajos, preocupaciones; sin nadie más delante, que a la íntima comunicación amorosa estorbaría. Tiene el Padre, en su único y especial amor por ti, proyectos que desea ir tratando contigo a solas; un plan que quiere irte comunicando, perfilando y explanando gradualmente en tu vivir el Evangelio, precisamente para que mejor puedas vivirlo y perseverar. Quiere transformarte poco a poco en amor por medio de su amor. Y en esto interviene Jesús y su doctrina, porque por medio de él nos lo da todo (cf Jn 1,12; 3,16; Mt 17,5; Rom 8,32; 1Jn 4,9). Y esto nos lo va imbuyendo, generalmente, en nuestros apartes con él, en la oración, sea de una manera consciente o inconsciente. En ese mano a mano, en esa íntima y necesaria comunicación entre hijo y Padre, Padre e hijo (como Cristo mismo hacía y aconsejó: cuando oréis, acudid al Padre: “Padre nuestro…”.
En esta y en las demás frases condensó las cosas a tratar con el Padre…), donde tú, hijo, hija, todo lo recibas de él, todo se lo cuentes, a tu manera, como tú seas, y con él te desahogues; donde le muestres tu cariño, alegrías, agradecimiento, reconocimiento; donde le expreses tus dudas, temores, preocupaciones, inquietudes, deseos, y le pidas por tus necesidades y por las de aquellos que conoces, que te rodean, que te preocupan y de ellos con amor entrañable te ocupas, y por las de otros de los que tú te haces prójimo, aunque no los conozcas, o no tan a fondo… Donde, desde tu estar con él, que es fe (=cordón umbilical que a él te une como niño, como niña perenne que eres de él, a través del cual recibes todo), viene su amor, sensible unas veces, otras no, a tu corazón. Ese amor que, llenándote, te impulsa a amar (cf 1Pe 5,6-7; 2Cor 1,3-4); insisto, independientemente de que sientas o no… ¡Y de tantas maneras, según el momento, según cómo estés, te inspirará el Espíritu acudir ya al Padre, ya a Jesús, ya a ambos, ya a María… ! ¡Son tan variopintas sus insinuaciones…! Y es que necesitamos tanto a Dios… Somos tan poca cosa y tenemos tantas carencias… Posiblemente la primera sea nuestra falta de amor a los demás… Pedírsela gozoso, como niño impotente a su Padre que todo lo puede, es lo nuestro… ¡Sin Él nada podemos!
Dios nos destinó por medio de Jesucristo, por beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos (cf Ef 1,4-5); hijos, pues, de Dios, por una vitalidad real que de él dimana a nosotros. Destinados a formar un solo Cuerpo, el Cristo total, con Jesús como cabeza, donde cada miembro tiene una función para bien de todo el Cuerpo. Es para amar para lo que nos creó: ¡Ésa es la función de todo miembro! Y es que un hijo que de veras lo sea (contémplese a Jesús) se ha de parecer siempre a su padre, y en este caso, el Padre es amor. Pero cada uno en su lugar y con los matices propios que Dios le conceda a través del Espíritu (que es el amor entre Padre e Hijo, que se extiende a nosotros). De ahí que Juan tenga unos dones, y Pedro otros, los suyos. Cada uno sus peculiaridades. No es Juan a quien el Padre reveló en su momento que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo, por lo que Jesús dice a Pedro que será la piedra sobre la que edificará su Iglesia; no es Juan esa piedra (es otra del Edificio que Dios va construyendo). No es Pedro el que estaba al pie de la cruz y al que Jesús encarga cuidar de María, sino Juan. No es Juan el que lo niega, sino Pedro. No es Pedro el que escribe uno de los evangelios, sino Juan (lo que Pedro predicaba lo narra Marcos en su evangelio). Juan, y no Pedro, es quien nos escribe y revela que “Dios es Amor”. Juan es el último de los apóstoles en pasar de este mundo al Padre. Etc., etc. Y todo es obra del Espíritu Santo, el Amor de Dios, que va trazando y ensamblando todo el Cuerpo. Cuerpo todavía no concluido, en formación hasta el final de los tiempos. Por esto María sigue aún, en cierto modo, de parto (cf Ap 12).
¡Pedro, sígueme! Sígueme no sólo ahora, sino también en los acontecimientos que vayan sucediendo. Tú, siempre, sígueme (Dios llama a unión tan grande, tan íntima con él por medio de Jesucristo, a Caridad tan alta, que ésta se convierte en las entrañas divinas del hombre con las que reacciona y actúa a lo Dios. ¡Es entonces cuando el hombre es verdaderamente hijo de Dios! A ello llevará a Pedro, a Juan, a… ¡Y desea llevarte a ti también!).Quien ama de veras, está continuamente amando. Su ser va siendo amor. No sólo ama de doce a una y el resto del día descansa de amar… Toda ocasión es propicia, haya o no prójimo tangible delante. Y mucho da de sí un día completo en esto del amor. Cualquier cosa que se traiga entre manos es amor para quien no vive para sí mismo, no para sus intereses, sino porque buscar el bien de los otros es la única razón de su obrar, pensar, indagar… Y esto, en Jesús, “que pasó por la vida haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38) fue tan patente, tan manifiesto, tan palpable (“Se manifestó la Vida, y la hemos conocido, palpado…” —1Jn 1,1-3—), que hace exclamar a Juan con gran verdad lo que exclamó: “Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir”.
¡Y cuánto recuerdan estas palabras del apóstol a las del salmo 40: “Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío, cuántos prodigios en nuestro favor; no hay comparable a ti. Yo quisiera publicarlos, pregonarlos, mas su número excede toda cuenta”!
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