“Hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”
Evangelio según S, Juan 20,1-9
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro; vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
Meditación sobre el Evangelio
María Magdalena fue muy temprano, oscurecido aún, junto con otras mujeres del grupo al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús con aromas y perfumes. No habían podido hacerlo en su momento porque el sábado se les echaba encima. Vieron la piedra del sepulcro corrida y ella no continuó para ver qué sucedía, ni pensó que Jesús hubiera resucitado; su apasionamiento la llevó a salir corriendo y avisar a Simón Pedro, a Juan y a los demás de lo sucedido, con temor de que se lo hubieran llevado. Sentía gran amor agradecido y apasionado por Jesús, su salvador, que había expulsado de ella muchos demonios. Es cualidad del amor el agradecimiento, unido al reconocimiento humilde, de corazón, de ser nada la criatura y serlo todo Dios. La mejor manera de agradecer a Dios está en escuchar a Jesús, su Palabra, para llevar a la vida cotidiana sus enseñanzas (“Aquí estoy, oh mi Dios, para hacer tu voluntad” —Sal 40—). Así obró María Magdalena. Su corazón la llevará a permanecer con Cristo hasta el pie de la cruz, junto a María Santísima, María la de Cleofás y san Juan, viviendo en primer plano toda la escena de la crucifixión, muerte y sepultura (cf Jn 19,25-27).
Juan siente un cariñoso respeto por Pedro, al que había aceptado en su corazón como cabeza de ellos, de la Iglesia, por designación de Jesús (del Padre). Impulsados ambos por la noticia de María corren al sepulcro y Juan, llegando antes, se asoma, pero no entra; deja pasar primero a Pedro. Y al igual que nos narrara el día y la hora exacta en que conoció a Jesús (Jn 1,39), tampoco se olvidará al escribir su evangelio años después del momento en que nos dice que creyó, que entendió y asumió lo que decía la Escritura, que habría de resucitar de entre los muertos, como también el mismo Jesús lo había anunciado proféticamente. Y actúa a modo de notario, como testigo escrupuloso, dando detalles de todo lo que ve. Él, el discípulo a quien tanto quería Jesús, que tanto se sentía amado por Él, uno de los hijos del trueno, que quería pedir a Dios que mandara fuego para quemar a aquel pueblo de samaritanos que no los acogía en su marcha a Jerusalén; que quería impedir curar y echar demonios a uno que lo hacía en nombre de Jesús, porque no era del grupo (“No es de los nuestros” —Mc 9,38—); que quería ocupar un lugar importante en el Reino, pegado a Cristo, a su derecha o a su izquierda (“El que quiera ser el primero entre vosotros, sea el último y el servidor de todos…” fue lo que oyó de labios de Jesús —Mc 10,44—)… ; él mismo se fue abriendo a la palabra de Jesús, viviéndola con obras: deja pasar primero a Pedro (“Esto os mando: que os améis los unos a los otros” —Jn 15—; “Hijitos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” —1Jn 3—). Fue curioso (¿casualidad?) que, tras dejar pasar a Pedro, entró él, vio y creyó.
¡Sea la caridad la que dicte nuestro obrar!
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