“Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones.”
Evangelio según San Lucas 2, 22-35. 39-40
Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre Justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos: “luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: “Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –a ti misma una espada te traspasará el alma-, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones”. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Comentario del Evangelio
N o nos exime Dios de lo que conlleva ordinariamente la vida en cada época, pueblo o nación, con sus costumbres, tradiciones, leyes… Tampoco hace excepción con María, José y Jesús, su hijo, nacido como uno de nosotros. Más aún: vemos en el evangelio que en medio de todo ello es como Jesús, María y José van creciendo ante Dios. También así obra con cada uno de nosotros. Metidos en esta vida, con las personas que nos rodean, circunstancias y acontecimientos que van transcurriendo, es como vamos aprendiendo a amar a todos y a fiarnos y poner para todo, lo grande y lo pequeño, nuestra esperanza en Dios nuestro Padre.
María, José y Jesús viajaron a Jerusalén a los cuarenta días del nacimiento, cuando, según la ley de Moisés tocaba a ella purificarse (¡ella, la que es purísima, sin mancha, sin pecado!), y al niño ser consagrado al Señor (¡él, el consagrado desde la eternidad como Hijo del Dios Altísimo…!). Su ofrenda, la que corresponde a personas de clase humilde y poco adineradas: “un par de tórtolas o dos pichones” (Levítico 5,7; 12, 1 ss).
No cuenta para Dios la exterioridad, pues lo extraordinario va en el corazón. No hay, pues, en este acontecimiento, pompa ni boato. Pasan desapercibidos, como unos más, salvo para aquellos que, guiados por el Espíritu en medio de la máxima naturalidad, detectan lo sobrenatural y extraordinario… Maneja Dios los acontecimientos con toda sencillez para bien de todos los que le aman, y así se produjeron estos dos encuentros que, de casuales, no tuvieron nada; tan solo la apariencia. Simeón y Ana fueron guiados por el Espíritu… (“los que se dejan llevar del Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” -Romanos 8-).
¡Y Dios no falla, siempre cumple sus promesas; ahora con Simeón! ¡Grandes cosas, maravillas, reserva para aquellos de todas las épocas y lugares que le siguen de todo corazón!
María y José, viviendo lo que era natural según las costumbres y leyes de su pueblo, van también viviendo la voluntad de Dios. Y él les sale al paso confirmando su vivir con todo lo que del niño se decía. Entre otras cosas, que es tal la luz que con él viene al mundo, que nada quedará oculto en los corazones (“yo soy la luz del mundo…”; “el que no está conmigo está contra mí”; “yo no he venido a traer paz a la tierra…”). José y María no lo sabían todo sobre Jesús (“se admiraban por lo que se decía de él”). Dios les hace partícipes de parte de sus planes, que van explanándose poco a poco a su manera, y viven de la fe-esperanza en él. Aún sabiendo cosas, Dios les sorprende.
Seguirán viviendo el día a día y requerirán de nuevo de la fe-esperanza para saber cómo y por donde Dios saldrá (“María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”), siendo lo más seguro que les vuelva a sorprender (con la adoración de los Magos, con la huida y regreso de Egipto, con la respuesta que les da Jesús a sus doce años al quedarse, perdido para ellos, en Jerusalén, …).
También en nuestro querer vivir la voluntad de Dios, él nos sorprende, y a veces nos sale al paso a través de unos, de otros, sin que siquiera ellos lo sepan, o por circunstancias (una llamada, etc.), que nos confirman en la dirección en la que vamos, nos confortan, alegran y animan a seguir. ¡Cuánto nos ha de servir la fe perseverante de María, de José, en que, como todo lo lleva Dios, a buen puerto les guiará! ¡Y se lanzan a ese vacío de saber, de conocer, hasta que él marque los pasos y el ritmo!
Sabemos hoy que reservó Dios para María un papel importantísimo, trascendente, de vital importancia en la historia de la salvación, en su plan redentor y salvador de la Humanidad.
Papel apenas visible, como a la sombra de Jesús, que fue manifestándose poco a poco: acompañar a su hijo para ser mucho más que madre; para estar plenamente unida a él en su misión salvadora, redentora. Ella fue corredentora con Cristo. El Espíritu Santo, por boca de Simeón, así lo refrenda: “una espada te traspasará el alma”. Tal vez recordara María, al oírlo, lo que tantas veces oyera en la sinagoga al proclamarse el capítulo 53 del libro de Isaías, el cuarto canto del siervo de Yahveh, en donde se anuncian y describen detalladamente los padecimientos que sufriría el Mesías… Y su entrega incondicional y consciente en la anunciación teniendo conocimiento de ello, de que no todo serían rosas, sino que habría muchas espinas… Hacia ella llevará el Espíritu a Jesús en tantos deliciosos momentos en los que ella le escucharía, consolaría, ayudaría, y ambos se entenderían… porque Dios así lo quería… ¡Cuánto a él confortaría verla junto a la cruz!
Mientras no respondamos todos los hombres plenamente al “amaos unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”, existirá el dolor, el sufrimiento y la tribulación, que, junto con la enfermedad y la muerte, son consecuencias de la caída del hombre. Y fue el propio Hijo de Dios quien, queriendo vivir nuestra vida como respuesta amorosa a la voluntad del Padre, amó a los hombres viniendo al mundo a rescatarnos. Él, nuestro redentor, cargó con nuestros dolores. Y María, corredentora, estará totalmente unida a él en tal trance. Siempre a su sombra. Su mérito está, por encima de todo, en lo que dijo Cristo de ella para nosotros, cuando una mujer de entre el gentío ensalzó su maternidad: “Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Y en otra ocasión: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra”. Ello, sobre todo, fue lo que la hizo bienaventurada por todas las generaciones. Y eso mismo espera el Padre de nosotros, teniendo a María como madre nuestra que nos ayudará a hacer vida la Palabra de su Hijo.
Una vez acabada su estancia en la capital, siguieron su vida normal en Nazaret. Allí el niño Jesús iba creciendo, como cualquier niño, y le acompañaba la gracia divina. María y José lo iban educando. A ellos reservó Dios tal papel. Le enseñaron a andar, a hablar, a comportarse; sus primeros rezos, a orar, a escuchar a Dios en su oración, a aprender a verle a través de los acontecimientos normales de cada día; a darle continuamente gracias por todo… Le contarían lo que decían las escrituras, y le irían contando más y más conforme él fuera admitiendo en su madurar. Porque su ser hijo de Dios no consistía en comportarse de forma extraña. Comía, bebía, jugaba, hacía recados… No fue seguramente el mejor carpintero del mundo, ni el peor. Fue creciendo en estatura, en ciencia y en gracia ante Dios y ante los hombres. No sabía hablar; luego ya supo; no sabía serrar; luego sí; etc., etc. Su perfección estaba en que en esa naturalidad de vida tenía la suprema sobrenaturalidad. Él hacía todo lo ordinario con su corazón extraordinario. La suprema santidad está en el supremo amor. El que más ama es más santo… ¡Y él fue el Santísimo; el amor de Dios visible y tangible sobre la Tierra, del que hablaron los profetas y testimoniaron los apóstoles! (Cf. 1Juan 1, 1 – 4).
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