“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”
Evangelio según S. Juan 6, 51-58
Dijo Jesús a la gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, por la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; así, del mismo modo, el que me come, vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre».
Meditación sobre el Evangelio
Ahora inicia la transición del pan, que es su palabra, masticado y tragado por la fe; al pan que es su carne, masticado y tragado por la boca. Aquella comida es completada con ésta; ésta es inútil sin aquélla; ésta es una alimentación de aquélla, a manera de alimento corporal. Es tanta Verdad Jesús que, aun comido su cuerpo (preparado con elaboración singular), produce verdad por proceso digestivo. La verdad que produce es una verdad no simplemente de conocimiento, sino asimilada en la propia textura, por consiguiente hecha vida; entonces la verdad es plenamente ella.
La caridad es la verdad viva; se alimenta con pan vivo, un pan especialísimo, como que es vivo y es Jesús; no se produce tal pan en la tierra, es del cielo y ha bajado con Jesús.
Pan vivo, sin gérmenes de muerte, ni siquiera neutros, todos vivificantes, de perenne vida. Quien toma a Jesús, quien asume su espíritu en sus palabras y lo come en carne, ése vivirá eternamente; porque embebido por el Espíritu vive del Espíritu de Dios, y Dios nunca muere. Los hijos de Dios nacen de su vida, se sustentan con su vida: Jesús es el medio para darnos esa vida. ¡Oh vida de Dios, que es el amor! ¡Oh verdad de esa vida, que es el Hijo! ¡Oh verdad y vida que nos hacemos los hombres, creyendo al Hijo, que es comerle con el alma; comiendo al Hijo, que es creerle con el cuerpo; incorporándonoslo con el cuerpo y con el alma para que ambos sean Espíritu, su Espíritu, el del Padre, y ese Espíritu es caridad, Espíritu Santo, que anuda al Padre y al Hijo en una vida infinita de amor, unido a ellos el mismo Nudo con la misma vida, y uniéndonos a nosotros entre nosotros y con ellos para ser semejantes a Dios!
El pan es su carne sacrificada para la vida del mundo; su carne en el más agudo grito de su amor a nosotros, desangrándose; en el más sugestivo acento de su caridad, muriendo; para que resuene celestialmente en nuestras entrañas repitiendo: «que os améis como yo» «nadie tiene más amor que el que da la vida por el amado».
«Si no coméis no tendréis vida». Si no me creéis y no me coméis no viviréis. Más aún, si apuntándose alguno a mi creencia no me come, es que no tiene vida; la vida da hambre y quien más es de la caridad más es su hambre de comulgar; es un hecho, una experiencia que os prevengo, una necesidad que da el Espíritu; cuando aumenta la caridad ¡qué bien se paladea la hostia! Comer a Cristo visible, para alimentar el Cristo que vais siendo, es alimentación insustituible al arbitrio del hombre: lo prescribe Dios y a Él toca sustituirlo en el hombre que no puede; no lo sustituye en el que lo conoce y puede.
El auditorio cerrándose, erizándose como la bola de un erizo, retrocedía de él: «¿Cómo puede darnos a comer su carne?».
Remachó el Maestro su afirmación, porque no cupiese duda. No entendiendo cómo, debieron prestar fe, que ya Dios aclararía la manera de realizar este comer la carne y beber la sangre. Pero es la fe en ocasiones tan delicada que un golpe la quiebra y unos grados de frío la marchitan; la manaza que sujeta una estaca, aja un pétalo; la abeja sobre el néctar de una campánula, y el rinoceronte la aplasta. Cierta finura requiere la fe, y extremada algunas cosas de ella.
¿Por qué se arriesgó Jesús a afinar tanto? Bien había preparado el momento con la multiplicación de los panes en la época de su máxima aceptación. Cuando advirtió el gesto de oposición hubo de seguir adelante; si entonces no ¿cuándo?; hablaba no solamente para los que se opusieron, sino para los que aceptan; ni solamente para los presentes, sino para todo el mundo. Hay ocasiones en que Dios inspira se siga adelante, se descubra el velo; que se fuerce al titubeante, ambiguo, tibio, a que se defina, y al malo a que se enfrente con su maldad y se aconciencie de ella ¡ay! con una conciencia que de no vomitar el veneno le embravecerá más hacia su condenación.
«Quien me come mora en mí yo en él». Vive el Padre y yo vivo por el Padre; el Padre me envía, y su vida que está en mí resplandece; todas mis acciones, mis decires, es el Padre que en mí hace y dice, acaricia y regala, promete, amenaza y bendice. Así quien me come… Pone Jesús la comunión como ápice de la fe, que es adhesión a su palabra; mas este comer se refiere a toda la fe, representada ahora en la comunión que es adhesión física a la Palabra, adhesión corpórea amorosa, símbolo y alimento de la adhesión del Espíritu a esa Palabra infinita que se hizo carne y es Jesucristo. Así quien me come vive en mi vida y de mi vida; todas sus acciones, sus decires, soy Yo que en él hago y digo, acaricio y regalo, ruego, trabajo y bendigo.
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