“Tomad, esto es mi cuerpo”
Evangelio según S. Marcos 14, 12a.22-25 28
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, mientras comían, tomó Jesús pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios».
Meditación sobre el Evangelio
Es Jesús el único y verdadero Cordero Pascual, del cual el que comían cada Pascua era prefiguración. Y en esta está siendo sacrificado poco a poco, en la espera de lo que sabe que le espera, hasta la consumación total de su sacrificio en el altar de la cruz, en donde entrega su cuerpo y hasta la última gota de su sangre para redención de los pecados del mundo.
Les tiene reservada una gran sorpresa, solemne e inesperada, a sus apóstoles. Solemne, pero en medio de la mayor naturalidad. Inesperada, porque viene a resolver y cerrar una cuestión que quedara en el aire tiempo atrás.
Había Jesús pronunciado en pleno apogeo de su popularidad un discurso trascendental, el del “Pan de vida”, después del cual estuvo a punto de quedarse totalmente solo, sin discípulos. Había hablado el Maestro a la muchedumbre de la importancia de “comer su carne” y “beber su sangre”, de manera que quien lo haga tendrá vida eterna. Estas fueron sus palabras: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida…» (Jn 6, 54-55). Y muchos, al oírle, comentaron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?». Y “desde entonces —como consigna el Evangelio— muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6, 60.66).
Y dispuesto a lo peor, pero esperanzado lo bueno, lo mejor, preguntó a sus íntimos, a sus doce apóstoles: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro contestó inmediatamente: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». Así pues, a pesar de no haber entendido lo de “comer su carne y beber su sangre”, siguieron con él: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas [una prueba fue para él (y para ellos) ese discurso, por el riesgo que corrió de quedarse solo], y yo preparo para vosotros el reino como me lo preparó mi Padre a mí, de forma que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino» (Lc 22, 28). Y les valieron también estas otras palabras: «Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado», por haberla aceptado siempre, aun sin comprenderla a veces. De ahí la enorme y preciosa sorpresa que fue para ellos este momento de la última cena en el que, lo inentendible entonces, se hace en cierto modo comprensible: el pan es su cuerpo; el vino es su sangre.
¡Qué grandes sorpresas da Dios al mantener en él la fe llena de esperanza! Dios es así; Jesucristo, su Hijo, también. Podemos encontrar cosas chocantes en su Palabra, incluso aparentemente contradictorias. Solo basta seguirle, aceptar sus palabras y hechos, perseverar con fe en él, entendiendo o no, comprendiendo o no sus actuaciones, tanto a lo largo de su vida como de la nuestra, sobre todo en las adversidades, para encontrarnos con la sencillez de su intenso amor que todo lo resuelve a su tiempo… Porque una cosa es bien cierta, muy cierta, y se vive: que Él es amor. Un amor que nos supera, y supera en infinito nuestra comprensión, nuestros razonamientos (a no ser que él mismo, a través de su Espíritu Santo nos dé a entender), pero que siempre nos llevará, si nos dejamos en sus manos, a nuestro mejor y mayor bien; y, tras la muerte, a resucitar con él.
Es esta, su última cena, la incruenta celebración anticipada de su Sacrificio Pascual, dejándonos para siempre su presencia en el pan y vino eucarísticos. Y lo hace como sacerdote, víctima y altar donde se sella la Alianza Nueva y ya eterna. «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos»
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