“Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”
Evangelio según S. Juan 10, 22-30
Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Jesús les respondió: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”
Meditación sobre el Evangelio
Era a primeros de diciembre; paseaba el Maestro al resguardo del frío bajo el pórtico. Insinuante pormenor, su paseo por el pórtico entre conocidos. Su trabajo se toma esos compases de espera, esos paréntesis de un humano descansar y alternar, ese modo de actuar que no es una tensión continua ni un afán de ahogo, sino ese holgar con unos pocos, charlando, esos ratos de particular e incógnito, espacios de distensión. Paseaba.
Un grupo de adversarios le rodeó. Habían decidido, después de dimes y diretes entre ellos, abordar en público a Jesús y forzarle a una respuesta que diese al traste con Él. O responder que era el Mesías, para matarlo; o que no lo era, para desacreditarlo por su propia boca: «Respóndenos lisa y llanamente si eres el Mesías».
Jesús era astuto («sed astutos como la serpiente»); la caridad es sorprendentemente avisada para sortear los peligros. Aquello de que los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz, es solamente cierto cuando éstos son tan tibios y desgalichados cual suelen ser; lo hizo constar Jesús con sentimiento para que cesara de ser verdad. En los que son muchísimo de su Espíritu, cesa de ser verdad; el primero, Él; era más listo que los hijos de las tinieblas. Así les respondió de manera que, diciendo cuanto quería, no se comprometía.
Me preguntáis lo que ya os tengo respondido, montones de veces. ¿A qué más? ¡Sí, diga lo que diga, no lo creeréis! Os bastaría meditar sobre las obras que obro; ellas son tales, que a quien tenga ojos le refieren toda la verdad y le cuentan quién soy.
Milagros, dulzuras, paciencias, oración de Jesús, doctrina suya, palabras insuperables, ideas celestiales, acierto del decidir, equilibrio en su ira y su perdón, evidente aleteo del Espíritu en torno suyo… ¡Sus obras!, esa doctrina asombrosa de buena, sencilla, profunda y simple, sobrenatural y natural, música de la tierra, imposible invención de un hombre…; doctrina de palabras imantadas, transfiguradas en milagros y misericordias, sol permanente de su cotidiano hacer, increíble aplomo y serenidad de un hombre…
Para percibir todo esto (sin necesidad de analizarlo), para atisbar el Dios que late en Jesús, en su obrar y hablar, es menester un peculiar instinto. Sus ovejas lo poseen, y apenas oyen a Jesús conocen lo celestial de su voz. Hombres de voluntad viciada, gangrenóseles el instinto divino y desconocen la voz; hombres de corazón torcido, son ovejas de un pastor avieso que, aviesamente, los aparta del bien. El bien los llama, Jesús los llama, pero no entienden su voz y se recelan.
Los de voluntad recta y alma buena le oyen y corren tras de Él. Aquellos enemigos que le cercan, aunque vestidos de reverencias a Dios, no sorprenden a Jesús con su oposición y repugnancia; se los tiene muy sabidos, que son casta mala; una a una, conoce perfectamente a sus ovejas y discierne al punto cuáles son. Ellas, a su vez, disciernen entre todos los falsos pastores, entre todas las falsas doctrinas; corren a Él y le siguen. Él las sustenta, las cuida, les da vida eterna, una vida que no acaba en la tierra, sino que principia para durar siempre; una vida, además, no al modo de los hombres, sino al modo de la eterna de Dios.
Los perversos, los lobos, animales salvajes de distintas camadas, querrán devorarlas; pero no podrán, porque Dios le ha dado a Jesús un brazo tan fuerte que nadie las arrebatará de su mano. ¡Impresionante potencia de Jesús, venturoso Pastor constituido para criarnos y guardarnos a través de todas las circunstancias y los siglos!
Sigues vivo, Jesús, a nuestra vera, andando delante de nosotros con tu voz que nos guía y tus pasos que nos arrastran; te sientas para abrazar y arrullar a cada cordero y le acaricias como si fuera solo, y cuando aúllan los lobos en torno, volteas el cayado rompiéndoles con facilidad todos los huesos. ¡Jesús, Hijo del Padre, Hijo del hombre, Jesús Pastor, Pastor principal, cabeza y modelo de cuantos cuidan a los hijos de Dios!
Todos debemos un poco o un mucho ser así pastores, como Él. Las ovejas conocerán nuestra voz, y el Padre nos dará fuerza tal, que nadie las pueda arrebatar de nuestra mano.
El Padre es el que le dio sus ovejas. Es Dios, es el Omnipotente; en su comparación, todo hombre o demonio es una mota de polvo: «Nadie puede arrebatarlas de su mano, porque el Padre es mayor que todos». Aquí se detuvo Jesús, y como quien no dice nada, dejó caer una frase increíble, definitiva: «Yo y mi Padre somos una cosa».
Fue clara la intención; declaraba que esa donación del Padre a Él, esa primacía colosal, ese cuidado en todo semejante a la Providencia divina, que como hombre se arrogaba, es una consecuencia llana de igualdad que la persona de Jesús guarda con el Padre. Soy de su misma sangre, vino a significar.
(74)