“Muy bien, siervo bueno; ya que has sido fiel en lo pequeño, recibe el gobierno de diez ciudades”
Evangelio según S. Lucas 19, 11-28
Jesús dijo una parábola: «Un hombre noble se marchó a un país lejano para conseguirse el título de rey, y volver después. Llamó a diez siervos suyos y les repartió diez minas de oro, diciéndoles: “Negociad mientras vuelvo”. Pero sus conciudadanos lo aborrecían y enviaron tras de él una embajada diciendo: “No queremos que este llegue a reinar sobre nosotros”. Cuando regresó de conseguir el título real, mandó llamar a su presencia a los siervos a quienes había dado el dinero, para enterarse de lo que había ganado cada uno. El primero se presentó y dijo: “Señor, tu mina ha producido diez”. Él le dijo: “Muy bien, siervo bueno: ya que has sido fiel en lo pequeño, recibe el gobierno de diez ciudades”. El segundo llegó y dijo: “Tu mina, señor, ha rendido cinco”. A ese le dijo también: “Pues toma tú el mando de cinco ciudades”. El otro llegó y dijo: “Señor, aquí está tu mina, la guardaba en un pañuelo, porque te tenía miedo, pues eres un hombre exigente, que retiras lo que no has depositado y siegas lo que no has sembrado”. Él le dijo “Por tu boca te juzgo, siervo malo ¿Conque sabías que soy exigente, que retiro lo que no he depositado y siego lo que no he sembrado” Pues, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Al volver yo, lo habría cobrado con los intereses”. Entonces dijo a los presentes: “Quitadle a este la mina y dádsela al que tiene diez minas”. Le dijeron: “Señor, ya tiene diez minas”. “Os digo; al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Y en cuanto a esos enemigos míos, que no querían que llegase a reinar sobre ellos, traedlos acá y degolladlos en mi presencia”».
Meditación sobre el Evangelio
Jesús se va, mas antes de irse pone en manos de cada cual su mensaje; es una palabra, una idea, simple y, sin embargo, fecundísima. Les deja la idea del amor; la misma a cada uno. Téngase presente que en esta parábola quien da es el rey que va a recibir la investidura, no el Padre. Jesús se va muy lejos, al cielo, y retornará investido de toda la realeza.
Los criados, los adictos a su nombre, reciben una centella de luz, una donación del Espíritu, para negociar bienes y diseminar claridad y Espíritu. Unos aprovechan al máximo la dádiva y multiplican el don; cien prosperidades produjeron, cien luces encendieron, cien hijos de Dios crearon: «Me diste una y he producido diez».
Otros, diligentes también, mas no tanto, han producido ocho, seis, cinco; cristianos no tan denodados como los anteriores, pero con serio empeño, empleando el don de Cristo, hasta hacerlo fructificar con abundancia. La fructificación es la caridad eficiente, las eficiencias de una caridad repleta de esperanza, la hilera de consuelos, bonanzas, prosperidades, bienestares, remedios, suertes y placeres que a muchos hemos procurado.
Todos estos vasallos son felicitados por Jesús cuando viene a examinar su fidelidad y empeño. A quien más sacó del evangelio, le retribuirá más; y luego al siguiente, y así a los restantes, en proporción a su caridad. Ella es el producto que se obtiene con el evangelio que nos confía Jesús. «Porque fuiste fiel en lo poco». Es tanta la recompensa que cuanto hacemos es poco en su comparación. Proclama Jesús su esplendidez colosal al anunciarnos que, tan desmedido será su galardón, que resulta insignificante la maravilla de nuestra vida. Feliz esperanza, saber que a nuestra caridad bellísima y la más famosa, superará de millón a uno la caridad de Jesús y sus regalos.
Mas hay cristianos que siendo criados suyos, puesto que se nombran con su nombre (cristianos), moran en temor y susto por el día de la cuenta. Piensan en Jesús como en un juez duro y de espanto. Sus cuidados los emplean en replegarse sobre sí mismos, guardadores celosos de su alma; no se derraman al prójimo; temen disiparse, enfriarse, apagarse, y perdida la llama que les confió el Señor, padecer su ira terrible. No; se quedarán en casa, guardarán su don, sordos a las angustias de la calle, a las necesidades del prójimo, a todas las posibilidades de luz, pidiendo que apliquen su llama. Se guardan de todo aire, centinelas de su moneda, triste y aburrida, sola, estéril y desolada como mujer sin hijos.
Basta esta inacción, esta pereza de amor, esta ausencia de los prójimos, para que el Señor le despida e impreque: Me ofendes pensándome atroz ¡debieras conocerme! Lo que alegas por excusa, te acusa. Si soy duro, según inventas, si recaudo donde no he depositado, si exijo de donde no había qué ¿cuánto más donde había? Lo dejó sin nada, excluyéndolo de su reino. Su moneda ordenó entregarla al que más había ganado. Extrañados los cortesanos advirtieron al rey, por si fuese equivocación: ¿No querría decir, dádsela al que tiene menos o repartirla entre todos? No, dádsela al que tiene más.
Es manera del reino de Dios, que los de más caridad carguen con las aflicciones de muchos; lo que éstos no soportarían pasa a sus hombros y ellos se lo llevan. Cuando alguno se pierde, no deja Dios que se pierda esa caridad, gloria de Dios, en la nada; pasa en acrecentamiento de caridad a los primeros, maravillosos hijos con los que se mantiene el equilibrio de la gloria de Dios y del reino.
Después de examinar en los vasallos la conducta con su evangelio, pasa a los enemigos. Con ellos acaba en un instante. Los que rechazan a Cristo, los que conociéndolo, no quieren reconocerlo, tantos de su tiempo que lo reprobaban como tantos que después, aun nombrándose con su nombre, reprueban su doctrina si es la caridad…: «¡Traedlos aquí y degolladlos!».
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