“Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos”
Evangelio según S. Mateo 19, 13-15
Le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orase, pero los discípulos los regañaban. Jesús dijo: «Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos». Les impuso las manos y se marchó de allí.
Meditación sobre el Evangelio
Estaban los discípulos aún lejos del espíritu de Jesús; el corazón, aunque se mostraba adicto, más era a la persona que a la doctrina; desprovistos de amor a los hombres, carecían de su espíritu. De ahí los disgustos que a menudo le causaban a Jesús; hoy es uno de ellos. Querían las madres presentarle a sus rapazuelos para que los bendijese; pero los discípulos se opusieron. Colábanse los zagalillos hasta el Maestro y les reñían los discípulos de mal talante.
En esto el Maestro dióse cuenta de la trifulca. Contempló a los niños compungidos, porque les regañaban y estorbaban sus pretensiones de llegar hasta Jesús. Aquellos mocosuelos, con su carita entre asustada e inocente, serían insignificantes para los grandes, pero eran un encanto para Él. Se molestó con los discípulos y les intimó: Dejad a los niños que se acerquen a mí.
Los acogió riente a su alrededor. Le agarraban, le importunaban con tirones y peticiones, asiéndose a su ropa y peleando por estar más pegados a Él; los acariciaba, los mimaba como una mamá a sus polluelos.
No calibra Jesús a los hombres por su tamaño, ni por su prestancia social; calíbralos por su debilidad y por su proximidad a Dios. Es condición del amor extremarse con el amado cuando menos se vale él solo, grácil y endeble; los niños son así, que apenas valen.
Para la caridad es por demás atractivo el apto para ella y el próximo a Dios. Los niños generalmente son tan aptos para el modelado de la caridad, para la aceptación del Evangelio hecho de amor y esperanza, que no hay más que trabajarlos con aciertos para que resulten del Reino de los cielos. En cambio sucede que a través de los años se desatiende el desarrollo de su corazón y se los cría en egoísmo, hasta lograr unos individuos egocéntricos, hechos y contrahechos de conveniencias, soberbias, codicias, esquinas, frialdades, endurecido el corazón, pobrísimos de caridad, y seco o casi cegado el venero que pudiera manarla.
Cuando mira a los niños como a una promesa que aún es posible, como a un capullo que aún no heló el cierzo, se le va el corazón a ellos y suspira, y se entretiene con los que aún no se marchitaron en la helada del mundo.
Aún hay más. Los niños resultan un retrato de lo que hay que ser para asimilar el Evangelio. Nos aporta el Maestro una vida que es una filiación; el hombre es el niño y Dios es el Padre. Como pitusos, todo hay que pedirlo al Padre y esperarlo de Él; como niños queridos, hay que envolver de ternura y caricias al Padre del cielo; como nenes, vivir en los brazos maternales de esa Madre que es Dios-Caridad, confiar en El, mamar su vida aplicando los labios golosos, tirando con esperanza, chupando con seguridad y dormirnos con fruición sobre su pecho.
Como arrapiezos, que Él nos limpie y nos cosa y nos provea el presente y también el porvenir; nuestra provisión es Él. Como parvulillos, toda nuestra ciencia la bebemos de labios de nuestro Padre; a nuestros porqués bastan sus respuestas. Poseemos una fe ciega en sus consejos, en sus enseñanzas, y vivimos no sostenidos en nuestro saber sino en el suyo, tomando con fe infantil alborozada las palabras del Evangelio, sin modificar, sin componer, sin esconder.
Niños ante su Evangelio, niños ante Dios, gurripatos suyos: «De los que se parecen a ellos es el Reino de los cielos; yo os aseguro que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en Él».
Tantos y tantos que se han quedado a la puerta. Se acercaban tan grandes como un elefante y no los admitieron. Se acercaban otros con birretes y volúmenes gordos, y no les admitieron. Pisaron el umbral, muy reverendos y solemnes, y les cerraron la puerta. Y número y número. Yacen en las afueras, deambulan por los alrededores, huelen el Reino, pero no entran; es que no pueden entrar.
Han llegado a creer que los calveros y arenales circundantes son el Reino, porque no les cabe en el magín que ellos, tan sabios de religión, y venerables por cien conceptos, no entiendan el Evangelio, no penetren su idea, no ingresen en la Buena Nueva, no pertenezcan al Reino de Dios.
Al lado del árbol florido pasó el hipopótamo, y no pudo más que rascarse en la corteza; por más que presionó, quedóse fuera del árbol y siguió siendo una montaña de carne disforme. A la vera del árbol pasó un arroyo que formó la lluvia, y una gota pequeñita resbalaba sobre él; invitóla el árbol: «Vente, que tú eres chiquita y podrás entrar en mi reino florido». La gotita se apeó junto al árbol en la tierra mullida; y la fibra delicadísima, punta de una raíz, la absorbió. Días después, estaba en la copa del árbol balanceándose gozosa, convertida en perfume de una flor: «Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios».
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