“Ahí tienes a tu madre”
Evangelio según S. Juan 19, 25-34
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, les quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
Meditación sobre el Evangelio
En los últimos momentos de su vida en la Tierra, junto a él, personas muy queridas, queridísimas suyas, consuelo en medio del dolor, aunque le dolía verlas pasar por aquel trago amargo. No quiere Dios el dolor ni se complace en él, sino el amor y en él se complace. No quiere que el hombre sufra, pero para este mundo donde habita el pecado y sus consecuencias (el dolor entre ellas), Dios muestra, nos muestra en Jesucristo, y con María, hasta dónde ha de llegar el amor… sin perder de vista que, al tercer día, vendrá la resurrección, y con la de él, la nuestra también. Luego, todo desaparecerá en “esa Tierra nueva donde ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto ni dolor” (Ap 21,1.4; Is 65,17-18a ).
Hasta entonces, la fe y el amor conllevan rachas de dolor, transformado el nuestro por Dios en moneda de cambio para generar vida, en nosotros mismos y en otros. El de Jesús redime y genera vida eterna a cuantos creen en Él (“Muriendo, destruyó nuestra muerte…”; “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” —Jn 6,40—). Con el nuestro, al perseverar en la fe y el amor, “vamos completando en nuestra carne lo que falta a sus padecimientos en favor de su cuerpo, que es la Iglesia” (cf Col 1,24).
Allí, al pie de la cruz, estaba María, su queridísima madre, bienaventurada y bendita entre todas las mujeres no exactamente por su parentesco carnal, sino por escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra hasta el final (cf Lc 8,19-21). El Padre la divinizaba para que fuera consuelo, aliento y apoyo de su Hijo, asociándola a él íntimamente en dolores, gozos, preocupaciones, éxitos y fracasos a lo largo de toda su vida; ahora, en el suplicio de la cruz, donde Jesús se acaba de dar por entero… : “Todo está cumplido”; “De su corazón salió sangre y agua” (Jn 19,28.30.34). El Padre la constituye así corredentora con su amadísimo hijo en la obra eterna que ambos dejarán sembrada en la Tierra para siempre: la restauración con Dios de la amistad perdida para el hombre, rota por el pecado de Adán y Eva, y la instauración de la filiación divina. Por un hombre y una mujer vino la desgracia a la Tierra; por un hombre (el nuevo Adán) y una mujer (la nueva Eva), recobra la Humanidad caída la Gracia perdida por el pecado. Dios creó al hombre como varón y mujer: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza… Y a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gén 1,26a.27). «Están hechos “el uno para el otro”: no que Dios los haya hecho “a medias” e “incompletos”; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (“hueso de mis huesos…”) y complementarios en cuanto masculino y femenino» (Catecismo de la Iglesia Católica, 372), con sus cualidades y connotaciones. La mujer, con una influencia peculiar para el bien sobre el varón; y, por lo mismo, el varón, con su influencia para el bien sobre la mujer. Son complemento uno del otro, no sólo de cuerpos, sino también de almas, de cualidades espirituales. Es este el orden primero que Dios estableció, pero que con el pecado del hombre (varón y mujer) quedó alterado, de manera que esas influencias respectivas quedaron a merced del demonio, del mundo y la carne; y, sin la expresa ayuda de Dios (por medio de la redención de Jesucristo), y la aceptación libre de tal ayuda por parte del hombre, esas influencias se ejercerán para el mal, pues llevan ambos una fuerte tendencia al egoísmo y a no querer dejarse influir por nadie ni, sobre todo, por Dios. No fue así con el nuevo Adán y la nueva Eva. María influía con deliciosa delicadeza sobre Jesús (recordemos, por ejemplo, en las bodas de Caná… Curiosamente, allí, como aquí en la cruz, Jesús no la llamó ‘madre’, sino que usó una palabra mucho más trascendente: ‘mujer’), y Jesús sobre ella: fue su mejor discípula.
Es admirable y sorprendente el amor; admirable y sorprendente Jesús, que ni siquiera en los tormentos de la cruz estuvo pendiente de sí mismo. Al mirar a su madre, la deja a los cuidados de Juan, su discípulo amado, que fue creciendo a la sombra de Jesús dejándose empapar de Su manera de ser, entendiendo y viviendo Su palabra. Aunque fuera conocido del sumo sacerdote, se necesita determinación, capacidad y valor para haber llegado hasta los pies de la cruz (los demás siguieron las escenas a distancia —Lc 23,49—). Capacidad que en hechos y circunstancias va dando Dios, pero que el hombre debe ir tomando. Se trata, una vez más, de una conjunción misteriosa entre la respuesta libre de la criatura y la elección divina. Juan fue entendiendo lo que era el amor, lo que era amar. Es el único de los apóstoles que habla profusamente en su evangelio y cartas del mandamiento del amor como primacía de Cristo, hasta proclamar, ya en la ancianidad: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,8.16). Y cuánto en eso María influyó, pues a su sombra siguió creciendo. Igual desea ella que a su sombra crezcamos tú y yo, querido lector. ¡Cuán madre tuya quiere ser también…! Te la da Jesús: «Ahí tienes a tu Madre». Quiere estar a tu lado en la vida, tratando de influirte para que sigas más y más de cerca a Jesús… La tendrás en los buenos momentos y en los malos tragos, como él la tuvo, llevándote secretamente a él… ¿Quieres recibirla como algo propio en tu casa —en tu alma, en tu corazón—? ¿Y abandonarte confiado a ella, que te quiere enseñar fe, esperanza y confianza ilimitada en Dios hasta lo imposible, y amor a él y a los hombres? Ya Jesús le habló de ti: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»… Ella te educará, desde su corazón inmaculado, para que te vayas pareciendo más y más a él… ¡Déjate por entero en sus manos! Notarás su presencia y su influencia.
Los evangelistas narran en diferentes lugares cómo en Jesús se iban cumpliendo una tras otra las profecías contenidas en las Escrituras acerca del Mesías Salvador. Jesús las vivió todas. Aquí, Juan, hace constar alguna.
“Inclinando la cabeza entregó su espíritu”; “Y al punto salió sangre y agua”… ¡Lo entregó todo! ¡Se entregó todo! ¡Se entregó del todo, por entero! Se anonadó, se vació de amor por ti, por mí, con nuestros nombres y apellidos… Nos redime, a ti y a mí, en nuestra vida concreta de cada día, para que vayamos pasando de nuestro egoísmo al amor; de pensar sólo en nosotros mismos a enfocar la vida hacia los demás; de ser nuestra conveniencia la razón de nuestro obrar, a ser la necesidad y el bien de los otros dicha razón… Y esa transformación la va haciendo en ti y en mí si libremente aceptamos. No poseemos la fuerza necesaria, el poder para ir muriendo a nuestro “yo”; ese poder nos lo da él muriendo a su “yo” por liberarnos a ti y a mí de nuestro “yo” y del demonio. Para eso se quedó hasta el fin de los tiempos en la Eucaristía, en su Palabra, en los sacramentos (“Sin mí no podéis hacer nada” —Jn 15,5—), abierto a nuestra necesidad primera de salir de nosotros y amar, pues «el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,25). Porque «¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?» (Lc 9,25). Siguiéndolo a él con todas las consecuencias, hará que “donde está él también estemos nosotros con él” (cf Jn 14,1-3).
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