“Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor”
Evangelio según S. Mateo 1, 16. 18-21. 24a
Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor.
Meditación sobre el Evangelio
Comienza este pasaje con el parentesco de José, final de la genealogía que aparece en el evangelio de san Mateo. Jesús, en lo humano, pertenece al pueblo hebreo. Es de la estirpe de Abrahán y de David, pero su nacimiento fue sin intervención de varón. Dios irrumpe en la Humanidad en la plenitud de los tiempos por medio de su Espíritu y de la libre aceptación de una joven virgen de Israel, llamada María. La forma y circunstancias con las que Dios aparece según su plan excelso son, humanamente, extrañas: antes de vivir juntos, María queda embarazada. José nota su estado, y él no es el padre. Ella, con una fe plena en Dios que la lleva a una esperanza cierta, deja en Sus manos la situación con José, y espera; espera las soluciones de Dios. Sabe que está expuesta según la ley a muchos peligros por estar ya desposada (que no casada) con José. A él, que sabe que ella es excepcional, le choca su estado. Grandes tentaciones sufrirá al respecto. Nada sabía del milagro del Espíritu Santo. Estaba realmente confuso. Fue grande su lucha para tomar una decisión. No comprendía. Pero era bueno. Tenía un corazón noble, bondadoso, obediente a Dios y lleno de fe (cosas todas observables en su modo de proceder en lo poco que aparece en el Evangelio). Aunque el derecho le amparaba para repudiar a María, el denunciarla llevaría consigo que ella quedaría como culpable de un embarazo ilegítimo, pudiendo ser por ello apedreada públicamente. Por otra parte, repudiarla en secreto implicaría tener que dejarla (seguramente yéndose él de Nazaret), quedando ella ante todos libre de culpa, y él como culpable de abandono. En su dolorosa lucha optó por la salida más favorable a ella. Y al resolver buscando el bien de ella por encima del propio, Dios no se hizo esperar más, y le salió al encuentro por medio del ángel. ¡Llegaron así las soluciones!, ¡las de Dios! María, en su pleno fiarse de Él, vio cumplida su esperanza (“La fe es la certeza de lo que se espera; la convicción de lo que todavía no se ve” —Heb 11,1—; “Nadie que ponga en Dios su confianza quedará jamás defraudado” —Sal 22; Eclo 2—). Se había Dios comunicado con José por una vía, la de los sueños, por la que se aprecia que él tenía facilidad para conectar y entender. José, amando a María, empleó la mejor para contactar con Dios: la del amor (“Os muestro aún un camino mejor: si no tengo amor —al prójimo—, nada soy” —cf 1Cor 13—).
El amor de Dios es tal que dista mucho de los amores y conceptos humanos. Él fue mucho más allá en el inmenso bien que les preparaba a ambos y a toda la Humanidad. Para poder obrar en nosotros su amor, Él requiere que abramos la puerta del corazón. Y esa apertura sólo es posible con la fe humilde y confiada en Él, en su poder (“Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí…”; “Ha mirado la humildad de su esclava”, nos dice María en Lc 1). Preciosa, pues, la respuesta de Dios a la fe-esperanza de ella, que involucra a José, quien, actuando con su extraordinario amor a María, da su “sí” incondicional a Dios, a sus planes, poniendo por obra de inmediato cuanto le había dicho el ángel. Podría muy bien llamarse a este pasaje “la anunciación a José”.
¡Imaginemos la gran alegría de ambos cuando se contasen el uno al otro su parte en lo sucedido! ¡La fe, la esperanza y el amor triunfaron! José apresuró así las ceremonias nupciales, quedando, a la vista de todos, como padre de Jesús.
Contemplando a María, contemplando a José, se aprecia cómo la solución para enfrentarse a los problemas que trae consigo esta vida, no está tanto en intentar que no los haya cuanto en la manera de abordar los que vayan viniendo. Contemplando a María, a José y a Dios actuando, se pone de manifiesto cómo Él merece siempre nuestra entera confianza, se pongan las cosas como se pongan. Según se adapte nuestra actuación a la de ellos en los acontecimientos que se nos vayan presentando, iremos notando, a Su tiempo, la preciosa y eficaz intervención de Dios, Sus soluciones. ¡Su amor nunca falla!, pues ése, el amor, constituye su naturaleza, su ser eterno. Todo lo hace con y por amor, aunque no entendamos y quedemos a veces desconcertados. Con un amor supremo, de muchos grados, va guiando a cada uno hacia su verdadero bien (“El Señor es mi pastor, nada me falta; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; aunque camine por oscuras cañadas, nada temo, porque Tú vas conmigo…” —Sal 23—). Lo hizo con María. Lo hizo con José. Lo hizo con Jesús, su Hijo hecho hombre. ¡También lo hará con nosotros! Para él no pasamos desapercibidos. Le importamos muchísimo. Nos ama inmensamente. ¡Cómo no, si es nuestro Padre! (“De vosotros, hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados” —Mt 10,30—).
Cuando Dios pone nombre a alguien, en él va significada la misión que asocia a quien lo lleva. De ahí que a Abrán (“padre excelso”) pasó Dios a llamarlo Abrahán (“padre de multitudes”); y Jesús, a Simón (“Dios ha escuchado”), pasó a llamarlo Cefas (“Roca”, “Piedra”, sobre la que construirá su Iglesia, o simplemente “Pedro”). A su Hijo hecho hombre, Dios Padre lo llama Jesús (“Dios salva”, “Salvador”). Dios salva a su Pueblo que, desde Cristo, lo forman todos aquellos que acogen y viven la Buena Nueva (el Evangelio) de la salvación: amor a los hombres como hermanos, y esperanza filial en nuestro Padre común. Ambas cosas constituyen la floración de la genuina, de la auténtica fe.
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