“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”
Evangelio según S. Lucas 1-32
Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. O ¿qué mujer que tiene diez monedas si se le pierde una, no enciente una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Éste le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».
Meditación sobre el Evangelio
Con el perdido, Dios se apena y se acongoja y vuela en busca de Él. Más que la ofensa, le impresiona su desgracia, la desdicha que implica quedarse sin Dios, que es su felicidad y riqueza, su pastor y madre. Desolada independencia la que busca la criatura, que la desgarra de sí misma; pues ella no está entera sino cuando adherida a Dios. Por eso precisamente es hija, esencialmente hija, a no ser que se empeñe en cercenar su filiación arrancándose las entrañas por las que está unida a las de Dios; como el pequeñín en el seno de su madre. El pecado es separarse, y la separación, que es un no-amor; es más o menos grande, según los actos y actitudes del hombre, pero no llega a ser total e irrevocable más que la que se consuma con la muerte. Tal totalidad irrevocable se cría durante la vida permaneciendo y arraigando en el desamor.
Encuéntranse pastor y oveja; ella allí enfrente, que ya estaba balando. El pastor prolonga ese momento dichoso del encuentro con los brazos abiertos. Alza la oveja sus patas delanteras y con su carrera jubilosa viene a hundirse en los brazos del pastor. ¡Cómo la quiere! ¡Va notificando su ventura a todo el mundo, derritiéndose de placer con las enhorabuenas y los parabienes! Está orgulloso de su joya. En el cielo son así, dice Jesús, les enloquece la vuelta del arrepentido.
Diez dracmas, dinero para vivir medio mes. Pobre aquella mujer, pues tan pocos dracmas constituyen su tesoro. Tesoro de Dios somos los hombres; poco valemos, pero somos su tesoro, «porque donde está tu corazón allí está tu tesoro». Y tanto lo somos suyo que estima pérdida considerable la pérdida de uno solo; únicamente un pobre aprecia tanto una dracma. ¿Cómo nos amas tanto, que te entristeces cual pobre infortunado en cuanto se pierde uno?
Y les propone también esta parábola: Todos los personajes aparecen sin caridad. Todos menos el padre, y el Padre es Dios. Trata Jesús de que comprendan los fariseos y escribas que le murmuraban, la actitud de Dios, y por consiguiente la que deben observar los hombres, respecto a sus hermanos los perdidos. Malvado el chico que reclamó su parte y se largó despegado. Así el realmente pecador: Se fuga de su padre, se ha fugado y vive lejos. La lejanía mayor no es de kilómetros que únicamente separa los cuerpos; es de espíritu, que separa mucho más.
Malversa la herencia del Padre en fruslería y fango. Los acontecimientos cercan a este desvariado y el infortunio lo invita a consideración. Tardó en resolverse para volver a su padre; dudaba que le recibiese ni como jornalero. Es achaque del que no ama al prójimo, desconocer a Dios: «Quien no ama no conoce a Dios».
Sin ningunas restricciones le recibe, sino con honor tal como si nunca hubiese pecado, y con alegría mayor que su alegría permanente con el fiel. Esto no lo comprenden los que no aman al prójimo; no conocen al amor y no conocen a Dios.
En cambio Dios perdona tanto que lo olvida todo; y en el retorno del hijo, Él es el que más gana, porque es el que más ama y más había perdido.
El muchacho ignoraba esta sabiduría; pero los sinsabores le acorralan hacia la única salida. Regresa con buena disposición, arrepentido de su locura.
Le vio de lejos. Ansiando está nuestro retorno y le duelen los ojos de mirar al horizonte, por si venimos. Apenas nuestra silueta se recorta en el atardecer, apenas divisa que acudimos descalzos, desharrapados, a Él, sale corriendo, los brazos extendidos, ahogada la garganta… Cuélgase al cuello del hijo y lo cubre de besos. Fiesta y regocijo en la finca, convite y música, jolgorio y zarabanda. ¿Había pecado? ¡No, se había perdido y lo había encontrado! ¿Lo había ofendido? ¡No, se había muerto y había resucitado! El Padre junto al hijo no cabe en sí de alegría.
Presenta el Maestro un contraste doloroso. El hermano mayor se irrita al enterarse, ni quiere comer con su hermano, ni participar en el regocijo de su padre. Lleva años sirviendo sin quebrantar un mandamiento; pero no se percata de que, sobre todos los mandamientos, antepone el Padre que amen a su hijo.
Si el pecador vuelve, Dios celebra un festival con festín y verbena, brindis y castañuelas: ¿Por qué no gozarse el mayor igualmente y con igual regocijo? ¿Cómo no entender que su premio es cumplido con la dicha de vivir junto a su padre, en unidad serena de bienes? ¿y que la traca se guarda y el ternero para un acontecimiento triunfal, como es la vuelta del extraviado y la resurrección del fallecido?
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