“No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti”
Evangelio según S. Juan 17, 1-2.9. 14-26
Levantando los ojos al cielo, oró diciendo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que tú le has dado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo, donde yo estoy, y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, ante de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos».
Meditación sobre el Evangelio
¡Abba!, pronunció Jesús. Dulce apelativo de la idea «Padre»; no se sabe si vocablo o beso, si invocación o mimo del niño pequeño que no sabe hablar. Pequeños somos todos del Padre; Jesús su primer pequeño; tan chico y nada que se hizo, para ser igual que nosotros.
Ha sonado la hora suprema; en la que culmina mi evangelización de la caridad dando la vida por ellos; el momento en que se cierra gloriosamente la obra que me encargaste; en que se decide la victoria, por permanecer en la verdad hasta la muerte; hora que concluye y resume mi vida, la hora en que todo lo doy. Lo tenía dado y al presente se me reclama y lo entrego. La hora… ¡Cuánto encierra esta palabra!
«Glorifica a tu Hijo». Siente Jesús lo que el Padre siente, y como cosa propia; porque al recibir la vida del Padre, no somos mera caja de resonancia, sino vida propia como Él. Percibe claro que es necesario rematar la obra terrestre gloriosamente, con santidad y con manifiesta asistencia del Padre, para que los hombres se convenzan y quede constancia para siempre. Urge que el Padre ostente su santificación por Jesús, su bendición, su complacencia suma en él, su enojo contra lo que le acosan. El Padre intervendrá eclipsando el sol, rasgando el velo del santuario, resucitando muertos, inspirando a Jesús respuestas contundentes, silencios magníficos, sobre todo, resucitándolo.
Esta glorificación del Hijo es imprescindible para la del Padre, pues ésta resultará de que crean en Jesús. ¿Cuál es la gloria del Padre, su anhelo, su júbilo?, que obtengan vida divina los hombres, encumbrarlos a su ser, hacerlos hijos suyos, partícipes de su posesión. Para eso envió a su Hijo eterno, para que los haga hijos y les dé vida; esa vida que por su naturaleza es eterna, pues siendo divina elimina a la muerte.
¡Encantadora alma de Jesús, que en la hora crítica no se acuerda de sí, sino del Padre y de los hombres! Pide algo grande, grandísimo, para sí porque va a redundar en el gozo del Padre y en el bien de los hijos. Ama su propia grandeza porque de ella se derivará la de los hombres, con el consiguiente júbilo del Padre, al contemplarlos logrados.
Ruega por ellos peculiarmente, aparte del ruego que haga por todo el mundo. No concreta qué ruega; ni hace falta en ocasiones. La criatura no sabe delimitar todo lo que el otro necesita, todo lo que al otro conviene; derrama su deseo ante el Padre, un deseo de toda clase de bienes, de socorros, de remedios… Yo pongo hacia el otro mi anhelo y en él lee el Padre cosas muy claras que yo no logro deletrear y sin embargo realmente pido. Pongo un impulso en mi ruego, de un contenido confuso; el Padre recoge el ruego, fascinado por mi amor, y mirando a mi recomendado discierne distintamente los pormenores de mi súplica.
La intimidad va repleta de efusiones y mueve una fuerza de argumentos que naciendo del corazón van al corazón. Ya le hace al Padre mirar a sus criaturas, a los méritos que tienen y a cuánto le valen; ya le atrae los ojos hacia sí: Para que por el amor que me tienes, los cuides y no me caiga la pena de que me niegues ese regalo.
Ruego por ellos. Para hacerle fuerza le declara: Son mi gloria; portadores de mi palabra seré glorificado por su boca ante el mundo, publicado en la tierra.
La ternura se le desborda pensando que los deja solitos. Implora a su Padre que los cobije, que no queden a mercede de mil desgracias ahora que él de presente no puede guardarlos ni solucionarles sus conflictos.
Es que yo me voy y ellos se quedan. ¡Guárdalos! Hasta hoy yo los guardaba junto a mí, los mantenía adheridos a mí que te revelo y predico, que con verme y oírme refiero tu esencia, tu nombre. Como yo me voy, guárdalos Tú en mí. Con solicitud velé por ellos y ninguno se perdió; excepto aquel que ya estaba previsto, pese a que me esforcé por él cuanto pude.
Va pidiendo escalonadamente. Al principio por todos en general, para que la gloria de Jesús les sea luz; luego particularmente por los apóstoles y los que han creído en él; ahora por todos los que van a creer.
La vida de Dios es la que Jesús trae a los hombres; ella es por esencia amor. El Hijo mora, reposa en el Padre, y el Padre en el Hijo; quien al Hijo ofende, ofende al Padre; quien al Hijo quiere, quiere al Padre.
Mi gloria, Padre, eres Tú; que Tú seas mi Padre y yo tu Hijo. Esta gloria se la ofrezco a ellos y se la doy al que la toma; mi gloria, la de ser hijos, raza del Padre, amor del Amor. Para eso se la doy, para que tengan tu vida, la que me diste; para que sean uno, como Nosotros somos Uno.
Unidad perfecta de Dios que se ha extendido a los hombres; incorporados a la Trinidad, al Padre, al Verbo, al Espíritu, por medio de Jesús hombre.
Final tan denso que es imposible diluirlo en lenguaje terrestre. Inagotable venero que más y más se sondea a medida del Espíritu. Pronunció Jesús estas últimas frases y ahí quedaron, para que por más que se suba en la luz y en Dios, siempre quede infinito por conocer y vivir. Frase como Dios infinita. ¡Gloria a Jesús!
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