“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”
Evangelio según S. Marcos 16, 15-20
Se apareció Jesús a los Once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
Meditación sobre el Evangelio
Está Jesús para subir al Cielo. De allí vino como Hijo de Dios. Tomó cuerpo de hombre en el vientre de María Santísima, y vuelve con el Padre como hijo del Hombre. Lleva al Padre, como regalo, su anhelo más preciado, que se completará a través de la historia por venir: la naturaleza humana, que había caído, divinizada, vuelta a plenitud por medio de él, por su total obediencia amorosa cumpliendo Su encargo de amar a los hombres hasta el fin, para sentarla a la derecha del Padre, lugar privilegiado en el Cielo (lo que Luzbel, Lucifer, había envidiado). Antes se les aparece para darles una misión excelsa, hermosa (“¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia y pregona la salvación…!” —Isaías 52—): los envía, una vez instruidos, al mundo entero, a toda la creación, a proclamar la Buena Nueva, el Evangelio de la salvación y de la Vida, el misterio escondido de Dios que salvará, con la Fuerza del Espíritu, a todo el que lo admita y lo incorpore a su vivir. Abierto queda ya el Camino por el amor perseverante del Hijo, Jesucristo Señor nuestro.
Fue el hombre, con su pecado, quien rompió el orden primero, el equilibrio de unidad y amor establecido por el Padre. Está la creación como a la espera de que ese orden lo restablezca quien lo rompió. Siendo ello imposible para el hombre, Cristo se hizo hombre, uno de tantos, menos que no pecó, y así, a los que voluntariamente lo siguen a lo largo de todos los tiempos, les da poder de ser hijos de Dios (Juan 1), hijos en el Hijo, para devolver con inmenso amor la creación al Padre con su orden primero: es regalo del Hijo.
Dice Pablo que “el Universo todavía gime y sufre dolores de parto” y “la Creación entera (hasta los mismos ángeles) está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8). Esa manifestación lo ha de ser en fe esperanzada, confiada, de hijos en su Padre, y en caridad, amor a todos, puesto que ambas cosas constituyen el evangelio de Jesús, “que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Romanos 1, 16). Quien esto reciba en su seno, en su corazón, y así lo viva, está unido a Cristo, “como el sarmiento a la vid”, por lo que “producirá fruto abundante”, haciendo operante su bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, que significa, amar con el mismo amor que entre sí tienen las tres divinas personas, predicando con sus vidas la unidad con que ellas son un solo Dios. Con su vivir van invitando a todos a abrirse al amor, a abrirse y vivir a Dios, y unirse a toda la creación en esa misma unidad de vida amorosa. Nada dañará (sí será molestado, atacado por el diablo y los suyos hasta el final de los tiempos) a un amor que así es vivido, acrecentado, y los hijos de la luz actuarán como actuaba Cristo: expulsarán demonios, curarán enfermedades, resucitarán muertos, según que el Espíritu ahí los conduzca (“Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios —el Espíritu del amor—, ésos son hijos de Dios”), como a Jesús: «Os digo que quien cree en mí hará las mismas cosas que yo hago, y aún mayores, pues yo me voy al Padre». Esto ya lo preguntaron los apóstoles y otros discípulos cuando fueron enviados por Jesús a las aldeas por donde él había de pasar, anunciando la llegada del reino de Dios.
Ese bautizarse se refiere, primordialmente, a un acoger y empezar a vivir esa forma de vida, la que Cristo trajo a la Tierra: ese amar a todos, dependientes de un Dios que es Padre, que es como el bautismo se vuelve operante. Y ello sólo lo propagan quienes de veras lo van haciendo vida de su vida. Y es contagioso este vivir para las personas de buena voluntad.
Así lo experimentaron los apóstoles que, desde la ascensión del Señor hasta Pentecostés, vivieron en amor mutuo y en fe orante junto a María, alentados por ella (cf Hch 1,9-14). De esta manera aguardaron a ser revestidos con la fuerza que viene de lo alto, el Paráclito, el Consolador prometido por Cristo y que “reciben todos los que tienen amor a su venida” y creen las palabras de su boca para transformarlas en vida. Así salieron al mundo y el Señor cooperaba con ellos confirmando la palabra con las señales que los acompañaban… Así Pablo. Así también tantos y tantos a lo largo de la Historia que van componiendo esa plena manifestación de los hijos de Dios.
Bautizar es sumergir. Bautizar “en el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu Santo” es sumergir en Dios, que es amor; sumergir en el amor de Dios, para recibirlo, vivirlo y darlo.
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