“Jesús y los discípulos llegaron a Betsaida. Y le trajeron un ciego pidiéndole que lo tocase”.
Evangelio según S. Marcos 8, 22-26
Jesús y los discípulos llegaron a Betsaida. Y le trajeron un ciego pidiéndole que lo tocase. Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?». Levantando los ojos dijo: «Veo hombres; me parecen árboles, pero andan». Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad. Jesús lo mandó a casa, diciéndole que no entrase en la aldea.
Meditación sobre el Evangelio
Otra vez la fe de algunos le ruega una intervención milagrosa. Otra vez el corazón de Jesús apiadado se lleva al infeliz aparte para curarle; no intenta una prueba de su misión, meramente le mueve su conmiseración con el hombre. Elude el delirio vocinglero de la vana admiración, el frenesí estéril de la gente. Por eso, tras el prodigio, le ordena que se recoja a su casa en las afueras.
Poco a poco avanza la curación. Mil veces Dios nos oye, pero la concesión no es instantánea, sino que la extiende en el tiempo y la totaliza después de días, de meses, de años. La fe permanece, espera; y en la espera, crece y con ella crece el don. Al final Dios ha dado todo lo que le pedíamos, que es a veces más de lo que pensábamos; pues lo pedíamos a bulto, sin distinguir con claridad todas las partes.
Saber esperar, sólo sabe el que tiene fe. Fe en el Padre, y por consiguiente en su Hijo. Tener fe, sólo tiene el que cree en el Hijo; y la palabra del Hijo es que Dios es nuestro Padre y que nos amemos.
La esperanza se sostiene en la fe; la fe crece con la esperanza; esperar y creer no lo hace bien, sino el amor.
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