“El niño iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él”
Evangelio según S. Lucas 2, 36-40
Había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Meditación sobre el Evangelio
También el Espíritu guio a Ana, como a Simeón, a presentarse “en aquel momento” en el templo alabando a Dios y hablando del niño. A los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios les van sucediendo cosas que a los ojos de los demás parecerán meras ‘casualidades’, pero, no siendo necesariamente conscientes ellos mismos, gran parte de sus pensamientos, palabras y movimientos, pareciendo naturales, están impregnados y guiados por Dios a través del Espíritu Santo que anida en sus corazones. La mayoría de las grandes obras del amor de Dios llegan a nosotros por cauces naturales. Hacer lo extraordinario por vías ordinarias es una hermosísima y eficaz muestra de su gran poder. Ana estaba muy unida a Dios, refugiada en él desde siempre, y Dios se manifiesta, naturalmente, a través de ella, que felicísima le alaba y habla del niño.
“Cumplieron con todo lo que prescribía la ley”: No hace Dios excepciones con ellos. En la más absoluta naturalidad de vida y costumbres personales, sociales y religiosas, es como Dios va obteniendo y haciendo crecer a sus hijos. Crecimiento en fe, que es trato con él, y en caridad, trato con el prójimo. Y en ese vivir los acontecimientos diarios por medio de las circunstancias que pone o permite, se va encargando de robustecerlos y llenarlos de sabiduría, la que da luz para vivir (“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” —Jn 8,12—). Sólo requiere nuestra entrega (“Aquí estoy, oh mi Dios, para hacer tu voluntad” —Sal 40—). Así también con María, con José y con su Hijo, que, siendo Dios, se hizo uno de nosotros, semejante en todo menos en el pecado, en que no pecó. ¡Qué grandeza y profundidad de amor encierra el ‘hacerse hombre’ el Hijo de Dios; su encarnación! Que Dios nos dé luz para penetrar el gran misterio de la humanidad de Cristo que a tantos santos trajo ensimismados… ¡Y qué grandeza encierra la sencillez de nuestro ‘encarnarnos’ en la vida y problemas de los demás, sin pasar de largo (recordemos la ‘parábola del buen samaritano’ —Lc 10—), sino socorriendo, ayudando, intercediendo por ellos ante Dios…; obrando de corazón con ellos los diferentes matices del amor!
Crecía y se robustecía como cualquier niño, “y la gracia de Dios estaba con él”… El Padre no abandonó al Hijo en la Tierra a su suerte… Le eligió una madre, un padre. Le preparó un Pueblo. Le fue enseñando evangelio anticipado a través de las situaciones que iba viviendo, preparándolo para su misión. Y lo hacía en Nazaret, con sus ocupaciones, juegos, trabajos, convivencia con María y José, con los chicos del pueblo, con sus familiares (de entre los cuales elegirá a algunos para apóstoles). María y José lo irían educando, iniciando en la oración en común y personal, enseñando a leer en los acontecimientos la voluntad de Dios, a confiar en Él, a guardar las cosas y meditarlas en su corazón… Primero cuando niño; luego de joven. Primero con José; después, al morir José, solo con su madre, llegando a tener ambos una especial intimidad y trato. A ella le iba él mostrando cosas que ya el Padre le iba comunicando y haciendo ver en su oración.
Y así fue siendo hasta que llegó la hora de iniciar su vida pública. Antes, el Padre, fue enseñándole evangelio con ejemplos y comparaciones desde lo que iba viviendo. Aprendía acerca de pastores, ovejas, tejidos, zurcidos, plantas, árboles, semillas, animales, negocios, compraventas, panadería, comercio, tierras, robos de ladrones, y un sinfín de cosas de las que luego el Espíritu Santo le haría sacar sus parábolas y enseñanzas. Igual quiere Dios que aprendamos cada uno a vivir el Evangelio en nuestras propias circunstancias personales y sociales, facilitándonos su Espíritu la comprensión con ejemplos y comparaciones salidos de nuestra propia vida. Él no nos abandona al azar, a nuestra suerte, pues “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama… y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él… y el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os recuerde cuanto he dicho…” (Jn 14).
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