“Entró también el otro discípulo al sepulcro; vio y creyó”
Evangelio según S. Juan 20, 1a.2-8
El primer día de la semana, María la Magdalena echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Meditación sobre el Evangelio
María Magdalena iba con las demás mujeres el domingo, muy temprano, para embalsamar el cuerpo de Jesús con aromas y perfumes. No pudieron hacerlo al darle sepultura porque se les echaba encima el sábado. En cuanto vieron la piedra del sepulcro quitada, Magdalena no siguió con las demás del grupo para ver qué sucedía, ni pensó que Jesús hubiera resucitado, sino que, alarmada, salió corriendo a avisar a Simón Pedro y a Juan de lo sucedido, con temor de que se lo hubieran llevado. ¡Estaba tan agradecida y amaba tanto a quien había sido su salvador expulsando de ella tantos demonios… (cf Lc 8,2)!
Movidos por la noticia que les trae María, Pedro y Juan van corriendo al sepulcro. Juan, más joven, corre más y llega antes, y, aunque se asoma, no entra, sino que deja pasar primero a Pedro. Le tiene un cariñoso respeto: había presenciado y aceptado de corazón que Jesús (el Padre) lo designara cabeza de ellos, de la Iglesia (cf Mt 16,17-18). Y al igual que nos narrara el día y la hora exacta en que conoció a Jesús (cf Jn 1,39) —¡no se le olvidaría jamás!—, nos cuenta ahora también el momento en que creyó. Creyó en la palabra de Jesús, que les predijo que resucitaría de entre los muertos. Creyó sin ver a Jesús, sino sólo con lo visto en el sepulcro. Y actúa a modo de notario, como testigo fiel y escrupuloso, dando detalles de todo lo que ve. Él, el discípulo a quien tanto quería Jesús, que tanto se sentía amado por Él, uno de los hijos del Trueno, que quería pedir a Dios enviara fuego para quemar aquel pueblo de samaritanos que no los acogía en su marcha a Jerusalén; que intentara impedir curar y echar demonios a uno que lo hacía en nombre de Jesús porque no era del grupo de ellos; que quería ocupar, junto con su hermano Santiago, uno de los lugares importantes en el Reino, pegado a Cristo, a su derecha o a su izquierda (“El que quiera ser el primero entre vosotros, sea el último y el servidor de todos…”, tuvo que decirles Jesús —Mc 9 y 10—)…, este discípulo, fue creyendo más y más a Cristo (“Esto os mando, que os améis los unos a los otros”, les dijo Jesús en la última cena), y empezó a poner por obra Su palabra en los acontecimientos que se le iban presentando (aquí cede la primacía de la entrada a Pedro), hasta llegar a escribir más adelante en su primera carta: “Hijitos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”, y revelarnos en ella que “Dios es amor”; cosas estas escritas después de haber convivido, por indicación de Jesús en la cruz, con María, madre del Señor, los últimos años de ella en la tierra. Y es que “en Cristo solamente vale la fe que actúa por el amor” (Gál 5).
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