“Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos”
Evangelio según S. Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al velo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.
Meditación sobre el Evangelio
Significativo episodio este que, como si de un oasis se tratara en medio del desierto de la parte desconocida de la vida de Cristo, nos narra san Lucas, el evangelista de María Santísima por excelencia.
Los padres de Jesús viven las tradiciones y costumbres judías. Y llega el momento estipulado, a sus doce años, en que Jesús se incorpora, como adulto, a su pueblo Israel. Había ido creciendo, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él (Lc 2,40). Creció también, guiado por sus padres, en oración y en intimidad con Yahveh, Dios, el cual se le iría dando internamente más y más, y él lo iría notando. (Desde pequeños los niños tienen gran facilidad para las cosas de Dios, para relacionarse con Él, y si se les escucha atentamente, se les atiende, enseña y cultiva debidamente esa aptitud, mucha influencia tendrá en sus vidas). Jesús, como cualquier niño, haría frecuentes preguntas a sus padres. María, puesta siempre en manos de Dios (“aquí está la esclava del Señor”), en algún momento lo conduciría por las palabras del ángel en la anunciación. Y antes de ir él a Jerusalén, Dios le revelaría, en sus a solas con él en la oración, que era su Padre, y que él era el Hijo de Dios. (Considere el lector el inmenso amor presente entrambos en esos momentos… ¡El Espíritu, desbordándose en manantial!… La unidad de las tres personas divinas y su manifestación en la humanidad de Cristo…). Esta vivencia interna de su ser divino, iría intensificándose poco a poco según su capacidad humana y según que el Padre se le fuese dando más y más (“Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”). Sentiría inquietud por dedicarse a las cosas de su Padre, a lo que el Padre quisiera que hiciese… Inquietud por llegar al Templo… Y posiblemente algo de esto comentaría con María y José en alguna ocasión… Por eso les responde así cuando, angustiados, lo encuentran: ¿No sabíais (¿no recordáis que algo ya os había dicho…?) que yo debía estar ocupado en las cosas de mi Padre? (Lo dice delante del otro padre, José, a quien muchísimo quería).
Aun así, Jesús, como el Padre y el Espíritu, es sorprendente; Dios es sorprendente, y no siempre se le comprende, pudiendo salir en cualquier momento por donde menos esperamos, causándonos, mientras tanto, un “buscar angustiados” hasta que, confiados como María, guardemos todo en el corazón a la espera de que, si es su voluntad, nos lo vaya haciendo entender.
¡Qué viaje el suyo aquél a Jerusalén! ¡Qué emoción entrar en la casa de su Padre! Todo componía un atractivo sin igual para él, que no perdía detalle… Mil preguntas le surgirían con gran avidez de respuestas… Y, abundando en los atrios del templo doctores de la Ley que explicaban las Escrituras (por allí, él mismo, más adelante, explicará su doctrina a quienes le quisieran escuchar —Lc 19,47; Jn 18,20—), acudiría, quedándose con ellos, que gozaban, sorprendidos, con su talento y sus respuestas… Se le pasaría el tiempo sin sentir, sin calibrar… José y María lo hacían entre sus parientes y conocidos, con los demás muchachos…
¿Y en qué consistían las cosas de su Padre a las que debía Jesús dedicarse? Aun siendo joven, ya tenía bastante madurez en su trato con Dios, y supo leer y ver en lo ocurrido la inmediata voluntad del Padre sobre él; la conocemos por su obrar; por cómo actuó seguidamente: “Bajó con ellos a Nazaret y estaba sujeto a ellos”. Nada más nos narran los evangelios al respecto hasta que, a los treinta años, sale a vida pública, cuando en su humanidad se habrá verificado un callado crecimiento, una preparación en lo escondido. Y alguna enseñanza importante quiere Dios darnos a entender con esto, cuando la mayor parte de su vida, la de “Dios con nosotros”, la pasa sin que nos quede referencia alguna. Se hace hombre para ser nuestro modelo y camino al Padre, por lo que hemos de pensar que toda su vida será enseñanza para nosotros, incluida la parte de la que nada sabemos. ¡Es, en palabras, silencios, vida, en todo, nuestro Maestro!
Y, efectivamente, así es. Dios quería que en el mayor anonimato viviera, sujeto a sus padres, esos años . Y es que, en esa rutinaria normalidad en la que cualquier chico crece: en su casa, con sus padres, en su ciudad, en sus viajes a las fiestas de Jerusalén, en el trato con todos, en sus momentos de soledad, de oración; en su trabajo; con las circunstancias y acontecimientos que iban viniendo (que el Padre iba poniendo, permitiendo, y él aceptando, entregándose filialmente a Su voluntad), en esa vida corriente será donde el Padre le irá enseñando maravillas y sabiduría y espiritualidad suprema y evangelio anticipado a Jesús…¡Qué bellamente se capta esto en su doctrina, en sus parábolas (las aves del cielo, los lirios del campo, los granos de mostaza, los ganados de ovejas, los odres, etc., etc.) llenas de sabiduría vivida, asimilada; de ese hacerse carne —en el más amplio sentido de la palabra— él, Palabra del Padre (“Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” —Jn 1,14—)! Y no podía ser de otro modo. Él mismo era el Evangelio viviente: “El que es fiel en lo pequeño, lo será en lo grande”; quien es fiel en lo oculto, donde nadie ve, lo será a la vista de todos; quien se mantiene en la voluntad de Dios en lo pequeño e insignificante que se presenta en cada momento, haciendo lo que tiene que hacer, será fiel cuando haya, si las hay, grandes cosas por vivir…
Toda su doctrina posterior la fue él mismo viviendo por adelantado en lo oculto, en lo invisible, donde se aprenden, asimilan y hacen carne propia las cosas espirituales, aprovechando la enseñanza que portan las vivencias visibles y tangibles. Lo grande está en vivir lo pequeño de cada día con amor, para amar. A eso condujo por entonces el Padre a Jesús, a vivir por anticipado su propio Evangelio, su propia predicación que a los hombres llevará. De ahí, luego, su autoridad: “Las gentes estaban admiradas de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7). Y de esta manera Dios nos muestra que cada uno, viva donde viva, sea en China o en Perú, en cualquier pueblucho o aldea, aquí o allí, puede hacer maravillas de santidad, aunque sean poco conocidas, poco sonoras (“cuando des limosna, que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda, y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará”); sin necesariamente tener que meterse en un convento; sin tener que hacer media hora de meditación, y sin ser más santo porque haga una entera. Quien ama es santo. Quien más ama es más santo, aunque no llegue a estar en los altares. No tiene que salir nadie de sus casillas. La esposa tiene que ser esposa. Al barrendero tenemos que dejarle ser barrendero. El casado, con su mujer y sus hijos; el obrero, con su trabajo, y el empresario con su empresa, beneficiando a muchos. Y en esa sencillez de vida, amando al prójimo, haciendo el bien, es como se va amando a Dios. Porque la santidad no consiste en hacer cosas extrañas, sino en vivir lo ordinario con un corazón extraordinario. Así es nuestra vida, la mayor parte, oculta. Y así se va siendo hijo de Dios. Cristo nos dio muestras de ello. No sería él el mejor carpintero del mundo, ni el peor… ¿En qué consistía, pues, su santidad? ¡En que amaba maravillosamente al Padre, obedeciéndole, y a los hombres! De su naturalidad de vida brotaba la suprema sobrenaturalidad.
Y María seguía creyendo a Dios, entendiera o no lo que iba sucediendo. Todo lo conservaba meditándolo en su corazón; recibiendo, asombrada, las maravillas y delicados bordados del Amor Infinito. Ella irá después aprendiendo de lo que el Padre a Jesús iba enseñando; porque los dos, una vez muerto José, necesitarían apoyarse mutuamente para la obra eterna que dejarían sembrada en la Tierra para siempre. Así irá siendo María la mejor discípula de Cristo. Ella irá teniendo intimidad total con Jesús en dolores, gozos, consuelos, preocupaciones, éxitos y fracasos. Por eso es corredentora con él. Dios Padre la asocia del todo con su Hijo. Gabriel le dijo en la anunciación que el que iba a nacer de ella sería santo y “se le llamaría Hijo de Dios” (Lc 1,35). ¡Qué gran asombro para ella cuando Jesús un día le dijera que él era, no solamente el Mesías, sino mucho más: que era Dios; Dios infinito hecho hombre; el Hijo que forma con el Padre y el Espíritu Santo la Santísima Trinidad. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero…!
¡Que Dios nuestro Padre nos dé a comprender y gustar más y más, por medio de su Espíritu, el amor que encierra el misterio de la humanidad de Cristo! ¡Y el de la maternidad de María!
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