“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”
Evangelio según S. Lucas 1, 39-45
En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
Meditación sobre el Evangelio
Cuántas cosas de Dios tienen lugar (la mayoría) en lo escondido! Ejemplo de ello son el anuncio del ángel a María, y ahora, en este pasaje, el saludo de “unas simples madres” en un pueblecito insignificante de las montañas de Judá, y también el de sus hijos —que tantísima importancia van a tener en la historia de la salvación— desde sus vientres: Juan, el precursor, “el hombre más importante nacido de mujer” —en palabras de Cristo—, y Jesús, Salvador, Emmanuel (“Dios con nosotros”), el Mesías prometido, que resultará ser el propio Hijo de Dios que se hace hombre.
Quien mucho ama se alegra con las alegrías de los demás, y tiene una finura especial para discernir aquello que le trae la Palabra de Dios y para llevarlo a cabo con prontitud. Así, el corazón sencillo de María, amante de Dios y del prójimo, del anuncio del ángel capta lo referente al embarazo de su pariente Isabel, que era estéril y avanzada en años, y decide irse con ella un tiempo. Lo piensa poco María para salir prontamente a acompañar, en su alegría y necesidad, a quien está exultante por la gran misericordia que Dios ha tenido con ella de haber concebido un hijo en su vejez. Dios les regalará a ambas en este tiempo grandes momentos, compartiendo intimidades del espíritu con un mismo sentir.
“Se puso en camino de prisa…”: Eso habrá de ser también lo nuestro, ponernos pronto en camino, entregarnos sin dilación al bien del prójimo fiados de Dios, de que él está con nosotros, de que esa es su voluntad (“Esto os mando, que os améis unos a otros” —Jn 15,17—).
Nada más recibir el saludo de María, el Espíritu Santo invade a Isabel poniendo en ella sentimientos y palabras que la hacen gritar llena de júbilo, y con linda humildad, aquella bendición profética a la madre de Dios con alabanza de su fe. ¡Es el Esposo, que por boca de Isabel bendice, felicita y alaba el amor de su esposa manifestado en su pleno fiarse de Dios en la anunciación, y certificándole que todo lo anunciado, aceptado y creído por ella se cumplirá! Y aunque de María “el ángel se retiró” tras la anunciación, Dios no, que con tales preciosas palabras y sentires la enaltece por la aceptación de Su voluntad y la decisión de haber ido con Isabel. ¡Cuánto agrada a Dios nuestro amor y dedicación al prójimo…! Tanto que lo constituyó mandamiento suyo mientras nuestro corazón se vaya llenando de amor… ¡El de María estaba lleno! (“Alégrate, llena de gracia…”).
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