Testimonio de un niño que ha partido al cielo
Recogemos este artículo de Christian Díaz Yepes publicado en Religión en Libertad el pasado 22 de agosto y que agradecemos que podamos publicarlo en Mater Mundi.
Este jueves he vivido una de las experiencias más duras que se pueden tener: acompañar a morir a un niño, José María Hernáez Montero, de apenas doce años de edad, dos de los cuales marcados por una dura lucha contra el cáncer. Sin embargo, esta ha sido también una experiencia de vida eterna, primero para él, y también para quienes le hemos conocido y seguiremos conociéndole ahora más profundamente.
Niño alegre, listo y valiente, sostuvo su lucha física y espiritual en dos pilares: escuchar la palabra de Dios y nutrirse diariamente de la Santa Comunión.
–Padre, las palabras que decimos en el Avemaría son las que le dijo el ángel a la Virgen, ¿verdad? –me preguntó el fin de semana pasado.
–Efectivamente. Sus mismas palabras –le respondí.
–Pues si son las palabras de un ángel –me dijo con mucho asombro y gravedad– habrá que repetirlas bien, no de carrerilla.
–¿Y qué me dices de las que se dicen en la misa? –le pregunté–. Son las que salieron del mismo corazón y los labios sagrados del Señor: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo… Tomad y bebed, esta es mi sangre que se entrega para el perdón de los pecados”.
La mirada de estupor de este niño, alimentado día a día de la eucaristía, expresaba todo el amor con que merece ser recibida.
–¿Cómo es que la gente no se da cuenta? –me preguntó con pena, y finalmente volvió a decirme la frase recurrente de sus últimos días: “Quiero que la gente tenga fe, que se den cuenta…”
José María, junto a sus padres y hermanas en Garabandal. Foto: cortesía Familia Hernáez Montero.
Las palabras y la experiencia de Josemari son un eco del evangelio que leemos este domingo, donde Cristo nos enseña acerca de la fe con que debemos acogerle en su palabra y, muy especialmente, en el sacramento del pan partido.
Leamos con atención: “En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Os resulta difícil aceptar esto? ¿Y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede». Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Juan, 6, 55, 60-69).
“¿Os resulta difícil aceptar esto?”, pregunta Jesús a los que se escandalizan de sus palabras. Así concluye el largo discurso del Pan de Vida, que hemos leído durante cuatro domingos, y sus palabras no dejan indiferente a nadie. Ellas son signo de contradicción, piedra de salvación o de tropiezo. Resulta revelador que llegados a este punto del evangelio, el escándalo se produce cuando Cristo anuncia que el pan que ha multiplicado y que tanta gente ha comido es su mismo cuerpo y su misma sangre, y que quien no los recibe no tendrá la vida eterna.
Aquí la conexión entre la palabra de Dios, la Eucaristía y la acogida que a ellas damos es inescindible y cargada de exigencia. Quien no escucha atentamente al Señor no se entera de qué alimento Él nos ofrece, y quien no recibe bien ese sustento, no permanece. Al llevarle la comunión a José Mari en sus últimos días, uno percibía que ese niño no moría, sino que estaba entrando en la vida eterna. Pero cuántos de nosotros, que creemos estar vivos, tantas veces quedamos indiferentes ante lo que Cristo nos ofrece porque no le escuchamos y recibimos con propiedad. Somos de los que todavía no creen, y será muy fácil que terminemos abandonando el camino a la vida plena.
–Muchos de tus amigos y gente que conoces van a misa y reciben al Señor, Josemari –le dije para animarlo.
–Pero todavía falta –me respondió–. Tenemos que darnos cuenta de quién es Dios.
“Con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen”, dice Jesús a quienes acababan de participar del gran milagro y alimentarse del pan de vida. Por eso estas palabras, como las de Jose María, someten a juicio nuestra fe. Ante Él tenemos que hacer una elección y más bien ir hacia adelante; darnos cuenta de quién se nos ofrece y lanzarnos hacia la eternidad. No puede ser auténtico discípulo quien le sigue solo por costumbre o por convención social. Necesitamos ser auténticos cristianos.
Nuestro Josemari alcanzó en muy poco tiempo el cielo, esperamos con fe. Su unión con Cristo por tomarse tan en serio sus palabras y recibir con tanto amor su sacramento no pueden quedar sin la recompensa eterna. Él ofreció su vida para que mucha gente pueda creer. Hoy el Señor se vale de la pureza y la confianza de un niño así para decirnos también a nosotros que no seamos de los que no creen, que no nos echemos atrás ante sus palabras ni le recibamos con indiferencia en el pan de vida eterna. ¿Qué elección tomamos ante esto?
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