“Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible”
Evangelio según S. Mateo 17, 14-20
Se acercó a Jesús un hombre que, de rodillas, le dijo: «Señor, ten compasión de mi hijo que es lunático y sufre mucho; muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo». Jesús tomó la palabra y dijo: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo». Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?». Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible».
Meditación sobre el Evangelio
S e adelantó un hombre de la concurrencia: Tenía un hijo poseído del demonio y los discípulos no conseguían liberarlo. Se nota que el niño padecía una enfermedad epiléptica y juntamente un demonio; el infortunado padre pensaba sólo en el demonio. El Maestro no se tomará el cuidado vano de analizarle la dolencia, va a los hechos, que es lo que el hijo y padre requieren, y operará la salud de epilepsia y de demonio. Es frecuente que el diablo para sus tentaciones se apoye en una debilidad corporal, en un temperamento, en una excitación nerviosa, en una mente imaginante u obsesiva…, resultando la tentación una mezcla. Otras veces se emboza en una casualidad inexplicable, en una coincidencia fortuita, en una mala suerte. De ahí procede que admitiendo la existencia del diablo, gran parte de los espiritualistas no crean prácticamente en él y todas las tentaciones las reduzcan a simples causas humanas. Lamentable engaño que proporciona excelentes bazas al diablo.
Averiguado el motivo de la disputa, se indignó contra aquellos incrédulos, teólogos o no teólogos, que andaban a la rebusca de argumentos contra Jesús. Tanta obstinación y voluntades tan maliciosas desesperarían a cualquiera; ¿para qué continuar entre tal gente? Los unos porque usaban sus teologías para despreciar, distinguir, embrollar, anatematizar y perseguir; los otros porque seguían como asnos a tales directores. ¿Acaso no tenían entendimiento para averiguar entre Cristo y los otros, quién era el bueno?, ¿entre el Evangelio y los camelos, dónde estaba la verdad? ¡Oh generación incrédula y perversa!, ¿hasta cuándo estaré con vosotros? Se cansaba ya de tanta vileza de los unos, de tanta idiotez de los otros. No se cansó todavía aquella vez. Es mucho lo que soporta el amor, lo que soporta Dios porque ama; pero el endurecimiento en el mal, la resistencia al bien, irse petrificando en desamor, termina por cansarle y ese es el día de condenación: «Id malditos…». Los condena el Amor: «Lo que hicisteis a uno de éstos a mí que lo hicisteis».
Atroz el cuadro que nos describe el padre del chico. Se le atisba al demonio, feroz y malvado, ensañándose con el niño desde la más tierna infancia. Terrible caer un día en sus manos sin protección de Dios. Vesánico, andar en su bando, cuando es tan déspota y sin entrañas que aún en la tierra, en cuanto puede, hace daño a los mismos que le sirven. Se lo hace con disimulo, para que continúen sirviéndole. Entonces Jesús operó el milagro. Intimó una orden al demonio; bramó el bicho y trató, saliendo, de matar al muchacho. No lo consiguió. La mano del Maestro lo alzó del suelo sano y salvo «y se lo devolvió a su padre». Habiéndose alejado con los suyos, éstos le preguntaron por qué no han podido con el diablo. Les informó que hay diablos durísimos, a los cuales no es tan fácil dominar. La esperanza en el Padre ha de redoblar entonces su esfuerzo orando, implorando, esperando. Esta esperanza orante, este acudir al Padre, expulsa al diablo por fuerte que sea y lo arroja indefectiblemente. Si ellos hubieran tenido fe, acudiendo al Padre y suplicándole, habrían triunfado. Es tal la fuerza de la esperanza, el poderío del amor creyendo en el Padre, que una pizca suya bastaría para mover a una montaña y trasladarla hasta el mar.
Entonces, asevera Jesús, nada os será imposible.
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