¿Siempre se tendrán que cumplir los mandamientos?
(Gaudium Press) Quizás el elemento más común, y al mismo tiempo más valioso, en nuestro entorno, el agua es una condición para cualquier forma de vida. Y, en su infinita sabiduría, Dios dispuso que cubriera más del setenta por ciento de la superficie de nuestro hermoso planeta, además de constituir la mayor parte de la composición de cualquier ser vivo.
Instrumento en la manos del Altísimo – vivifica por la lluvia o castiga por las inundaciones – ha servido innumerables veces a lo largo de la historia para enseñar a los hombres: salvó al pueblo judío en el Mar Rojo, mientras castigaba a los egipcios, y aún hoy cura en Lourdes… Pero, sobre todo, el agua fue creada por Dios para hablarnos de realidades sobrenaturales, ya que toda criatura es, “desde lo más profundo de su ser, una ‘palabra’ que Dios pronuncia sobre sí mismo” [1].
Así, en el Bautismo, el agua que lava el cuerpo significa y realiza la purificación del alma, e introduce una nueva vida, que nos estaba destinada desde el principio, pero cuya continuidad fue cortada por el pecado original. Nuestra participación en la vida divina a través de la gracia establece una relación muy alta con Dios, y nos permite actuar como Él, para unirnos a Él a través de la inteligencia y la voluntad, en la búsqueda de perfeccionar en nosotros la imagen del Creador.
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Para lograr este hermoso objetivo nos dio, como guía perfecta, el Decálogo.
Los mandamientos son instrumentos para la unión con Dios
Sin embargo, hoy en día parece estar de moda cuestionar la relevancia de los Diez Mandamientos: dictados hace tantos milenios, ¿seguirían siendo válidos en la vida moderna, teatro de circunstancias tan diferentes?
En la primera lectura del III Domingo de Pascua, tenemos una fuerte afirmación del Apóstol Virgen, respecto a quienes no observan su Ley, aunque se consideran conocedores de Dios: “El que dice ‘Yo le conozco’, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él ”. (I Jo 2, 5)
¿Son estos Mandamientos todavía hoy idénticos a los que prevalecieron en tiempos tan remotos?
Para responder a estas preguntas, es necesario considerar que los preceptos morales fueron entregados al hombre como medio de relacionarse con Dios, correspondiendo a exigencias no circunstanciales sino esenciales, por ser inherentes a la naturaleza humana. Por eso también el Decálogo es atemporal, y Yahvé lo demostró claramente al grabarlo, no en un frágil papiro, sino en una piedra, signo de perpetuidad; y el Verbo Encarnado lo ratificaría más tarde personalmente (cf. Lc 16, 17; Mt 5, 17).
Además, Dios se encarga de imprimir esta Ley en cada alma creada: rebelarse contra ella significa, por tanto, además de rebelarse contra el Creador, atentar contra nuestra propia naturaleza.
Y en cuanto a la adaptación de la Ley Divina a las costumbres de la época, hay que tener cuidado de no merecer la censura de Cristo a los fariseos: “Ustedes saben muy bien cómo anular el mandamiento de Dios, para guardar sus tradiciones” (Mc 7 , 9). Insistir en reformar el Decálogo con base a conceptos humanos, mientras se afirma “creer en Dios”, es una enfermedad del corazón que puede llevar a la muerte … ¡eterna!
Así como la esencia del agua no ha cambiado en absoluto durante tantos milenios, y sigue siendo una imagen de la perpetuidad de las cosas, el hombre, en sus características esenciales, sigue siendo el mismo desde el día de su creación hasta hoy. Pero, sobre todo, Dios no ha cambiado, ya que es inmutable y siempre espléndidamente idéntico a sí mismo.
Entonces, ¿por qué cambiarían los mandamientos?
(Extraído, con adaptaciones, de: EDITORIAL. Água, essa “Palavra” de Deus. In: Arautos do Evangelho, ano XIV, n. 164, ago. 2015, p. 5.)
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