«Si nos cogen en misa nos matan»: María Cabrera se enfrentó a los milicianos y no renegó de su fe
(J.M.Carrera-Religión en Libertad) María Cabrera y Zapata nació en 1902 en Arcos de la Frontera (Cádiz). Con 19 años se casó, dejó su casa paterna y se trasladó a Madrid hasta que estalló la Guerra Civil en 1936. Para entonces, la madre de María y sus dos hijos -Juanito y Pepín- eran toda la familia que le quedó en la capital tras la desaparición de su marido al comenzar la Guerra.
Desde el comienzo del conflicto hasta marzo de 1939, Madrid permaneció en poder del ejército republicano. Atrapada, permaneció cautiva con su madre María Teresa y sus hijos hasta que lograron escapar a San Sebastián en julio de 1937. Durante estos meses, María fue víctima de la persecución religiosa sin renunciar en ningún momento a sus creencias, arriesgando la vida para practicar su fe y proteger a su familia.
Cada día, la protagonista relató sus vivencias en un pequeño diario que editó Alfonso de Ascanio en 1938, cuando aún no había terminado la Guerra y la persecución. Por este motivo, Ascanio, que más tarde se casaría con María -Paloma en el libro-, únicamente corrigió el estilo y ocultó los nombres originales ante posibles represalias contra la familia. Ochenta y tres años después, Editorial San Román ha publicado la segunda edición de este diario que, plasmando con rigor y sencillez los horrores de la Guerra, atrapará al lector en cada página.
Persecución religiosa, desde el principio
“El 18 de julio me desperté asustada preguntándome qué iba a pasar”, escribió María en su diario el día después de que comenzase la Guerra Civil. “Apenas me vestí, salí a la escalera, dónde se oía ruido de voces, todo era confusión y nadie sabía nada”.
Los cañonazos, disparos y rumores generaban una atmósfera de inseguridad, que aumentó con la persecución. “Los milicianos asaltan las casas y sacan a las personas con las manos atadas, resignados, sabiendo que los iban a fusilar”.
El historiador José Manuel de Ezpeleta resume en el prólogo que nada más comenzar la Guerra Civil “se inició en Madrid una desatada furia en búsqueda de sacerdotes que fueron cayendo todos los días”. En los tres años que duró la guerra, fueron asesinados 13 Obispos, más de 4.000 sacerdotes y de 2.300 frailes, y María fue testigo de ello. “El 23 de julio sacaron a cuatro sacerdotes de una casa. Uno de ellos, que tenía 91 años y no podía oír, hablar ni andar iba cogido al miliciano que lo iba a fusilar, y las mujeres y niños se apretaban gritando `¡Por canalla, ladrón, que lo maten!´”.
Fusilamientos, masacres y traiciones
Pero los religiosos no fueron los únicos perseguidos por sus creencias. “Hay un miedo y desconfianza terribles; por todos lados hay traiciones, y la persona que se llevan no vuelve a aparecer”, escribe María. Detalla el caso de un amigo: “Llegó un coche con milicianos, vinieron hacia nosotros y sentí morir de miedo. Uno puso su pistola sobre el señor Mariano, que nos despidió antes de que se lo llevasen. Minutos después, oímos una descarga que nos horrorizó. Cogiendo a Pepín de la mano, me fui a casa rezando por el alma del pobre señor Mariano”.
Las siguientes semanas se sucedieron los fusilamientos aleatorios y las delaciones. Esta vez caminaba con su hijo Juanito, que de repente le tiró de la mano asustado. “Mamá, mira”, le dijo. “Nunca lo olvidaré. Había 14 cadáveres de monjitas, algunas tenían restos de hábitos. Unas estaban caídas del montón, otras con las manos juntas rezando. ¡Dios mío, qué horror!”, exclamó María. “El suelo estaba regado de manchas y caras hinchadas. Daba miedo”.
María Cabrera, que figura con el pseudónimo de Paloma en el libro.
Entre bomba y bomba, visita al Santísimo
Los recuerdos de los bombardeos y cañonazos en Madrid persiguieron a María hasta su muerte con 95 años. Se acercaba el invierno, y los bombardeos se cernían sobre Madrid entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde. “Sentíamos con espanto el estrépito de los muros de las casas derrumbándose, y Pepín se descomponía cada vez que estallaba una bomba”, escribe María.
-Reza, hijo mío, y a esperar lo que quiera Dios.
-Ya estoy rezando, mamá.
La madre de familia recuerda que durante los bombardeos, “una señora llevaba en el pecho una cajita de plata en la que había escondido el Santísimo de la Iglesia del Buen Suceso. Solo algunas lo sabíamos, y nos acercábamos con disimulo para darle un beso y seguir rezando”.
“Un milagro tan grande que no podíamos creerlo”
“El 7 de diciembre fue el bombardeo más terrible. Las explosiones formaban un rugido monstruoso cortado por detonaciones que nos sacudían y nos quitaban la respiración”
“Parecía que iba a estallar en pedazos y todos corrían despavoridos. Yo tenía fe en Dios y si había llegado mi hora, cambiar de sitio era irrelevante. Cuando comenzaba algún combate o bombardeo, rezábamos despreocupados por si llegaba algún comunista: `Santa Virgen del Pilar, salva y protege a España, que te lo piden tus hijos, con la mayor esperanza´”.
“Sentí una cosa extraña que me hizo abrir los ojos aterrada. La puerta se había rajado y percibí el horror y los gritos de gente mirando hacia mis pies. En ese momento, un chico de unos veinte años me apartó, cogió de entre los pies de Juanito un obús y lo tiró por la ventana”.
“¡Parecía un milagro tan grande que no podíamos creerlo! Ese día nacimos porque la Virgen del Pilar tuvo compasión de nosotros y besé nerviosa la cabeza de Pepín. Volví a cerrar los ojos y empecé de nuevo: Virgen del Pilar, salva y protege a España…”.
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Pese al peligro que suponía, no podía dejar a la Virgen
Tras uno de los bombardeos cercanos a la Navidad, María fue a ver si podía rescatar algo de los escombros y encontró una Sagrada Familia y una Virgen de medio metro en la calle Marqués de Urquijo. “Cogí la Virgen, la besé y sentí que no podría separarme de ella. Si me cogen con ella, me van a fusilar”, pensó.
“Sea lo que Dios quiera, ella me ayudará”, exclamó. Puso las figuras en una cesta y salió de la casa, “sin asustarme de las explosiones de los obuses o los silbidos de las balas, con una seguridad que nunca antes había sentido”.
Combinó fe, coherencia y sagacidad
Tras verla un miliciano, le pidió el salvoconducto que no tenía, y la llevó al comandante.
-Bueno… ¿y qué llevas ahí? -preguntó el comandante.
-Una Virgen -respondió María, ante las caras atónitas de los milicianos.
-Pues anda, ponla ahí que le vamos a dar un tiro.
-¡Y para esto la traigo yo desde Marques de Urquijo, para que ahora le deis un tiro! ¡Vamos, hombre! Me la llevo ahora mismo.
“Mi franqueza y actitud les divertía, y a esto debí mi salvación. El comandante se reía indulgente, otro me echaba un piropo, otro me decía una gansada… Riéndoles las gracias de dientes a fuera, haciendo frente a todos y defendiendo a mi Virgen me fui escurriendo hasta la calle”, escribe. “¡De buena me he librado!”.
Solo quería escuchar misa, en casa y con sus hijos
Desde el día en que encontró la figuras religiosas, sintió la necesidad de escuchar misa, “pero no sabía dónde encontrar un sacerdote. Los que quedan vivos están escondidos y como decir o asistir a misa es una sentencia de muerte, si nos cogen, nos matan a todos”. Pero María “quería oír misa, con mis hijos juntos a mi lado”.
Un día, andando con su hijo, este reconoció a dos sacerdotes que vestían de paisano. María se dirigió a casa de unas amigas que conocían a los sacerdotes y “les supliqué que me arreglaran lo de la misa, costase lo que costase”. Dos días después, estaba todo preparado.
“A las ocho comenzaron a llegar mis amigas, y poco antes de las diez, llegó el sacerdote. Cuando me confesé y sentí que el corazón se me saltaba del pecho, y su mirar bondadoso y sus palabras suaves y paternales me conmovieron”.
“Al comenzar la misa, sentíamos una emoción y recogimiento como jamás tendremos. Me sentía conmovida hasta lo más hondo de mi alma, las oraciones fluían y cuando fijaba los ojos en los de mi Virgen, parecían acariciarme con una dulzura irreal. En el momento de comulgar, el silencio se hizo imponente y los gestos del sacerdote llegaban al alma. Todas llorábamos”.
Milicianos profanan la Iglesia del Carmen en Madrid.
Sin dormir ni comer, defendía a la Virgen
A comienzos de 1937, el frio de enero, la escasez y el hambre eran cada vez más difíciles de gestionar. María estaba en una de las interminables colas para suplicar por unos gramos de leche, cuando escuchó los gritos y blasfemias de una mujer. “Estamos hartas de aguantar frío y hambre para que los jefes milicianos se coman los jamones” dijo la mujer. “¿Y esta es la igualdad?”, y añadió una barbaridad blasfema.
María no pudo hacer oídos sordos. “¡No sea usted bestia!” le respondió. “¿Qué freno pondrá a sus hijos hablando así? Hemos creído en Dios toda la vida, y aunque no lo nombremos seguiremos creyendo igual. Y la que no crea que se calle”, exclamó. “La mujer bajó la cabeza y no chistó más hasta que me fui”.
Javier Paredes (presidente de Editorial San Román) y José Manuel Ezpeleta (prologuista de “Paloma en Madrid”) abordan la persecución religiosa durante la Guerra.
Lo peor no era el hambre o el miedo
Sin embargo, “no es la guerra, la suciedad de las calles, los fusilamientos o las ruinas” lo que más preocupaba a María.
“Lo espantoso es la inmoralidad que rodeaba la infancia” del Madrid republicano, “abiertos los ojos y sentidos a todos los vicios, sin pensar en Dios, ni en el alma, ni preocuparse de la decencia de la familia”, escribió en febrero de 1937. “No descansaré ni un minuto hasta sacar a mis hijos y a mi madre de este ambiente que cada día huele peor”.
Luz al final del túnel
A todas estas dificultades, María veía como el agotamiento de sus recursos se añadía a los motivos que la urgían a escapar de Madrid con su familia. Solo le quedaban 600 pesetas, aquella guerra parecía no tener fin y no podía arriesgarse a esperar hasta que cayese la capital. Algo que no sucedería hasta pasados dos años, en marzo de 1939.
“Sin decir nada, decidí ir yo misma a la Dirección de Seguridad y solicitar el pasaporte”, pero se lo denegaron durante los primeros 20 días de marzo. “No se le da a nadie sin autorización de Miaja” -el ministro de Guerra-, le dijo Don José, un conocido de la Dirección, y comenzó las gestiones.
Pasaron las semanas de incertidumbre y con cada vez menos dinero, hasta que María recibió noticias. “El documento ya ha sido firmado por el ministro, dentro de dos días lo tendré aquí”, anticipó Don José. El 6 de abril, fue a su casa a entregarle los pasaportes con los que podría escapar de Madrid. Solo entonces, “respiré, volví a mirarlos y me los apreté contra el pecho dando gracias a Dios”, escribió.
Hacia la España Blanca
Los viajes realizados entre junio y julio de 1937 fueron para María, su madre y sus hijos una auténtica odisea: barcos, trenes, peligrosos cruces de fronteras bajo el poder de los milicianos… Cuando María y su familia llegaron a Marsella y se disponían a cruzar la frontera con España vivieron un último mal trago: “Los franceses empezaron a tratarnos mal y a hacernos groserías”.
Pero el fin del viaje se acercaba. “En Bayona fui a la prefectura de policía, hice visar mi pasaporte y mis penas y fatigas terminaron. No siendo Dios, nadie me impediría llegar a nuestra España Blanca”.
Finalmente, “cruzamos el puente internacional y nos llevaron a la Comandancia Militar de Fuenterrabía. Lloros, gritos, abrazos, nervios, rezos… Es algo que no basta ver, sino que hay que sentir, y para comprenderlo y sentirlo hay que venir del otro lado. Es un frenesí tan maravilloso”, cuenta Paloma, “que me atrevo a decir que doy por bien pagado lo que sufrí en Madrid con haber gozado tanto al atravesar el Puente”.
Finalmente, en un coche militar, “salimos de Fuenterrabía hacia San Sebastián y Arcos de la Frontera”, donde residirían hasta el fin de la guerra Civil. “No cabía en mí de gozo y solo de ver las caras de mis hijos, me reía feliz”, concluye Paloma.
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