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Es viuda consagrada, le guió esta certeza: «Dios me ama, no me manda pruebas que no pueda soportar»

Es viuda consagrada, le guió esta certeza: «Dios me ama, no me manda pruebas que no pueda soportar»

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(Religión en Libertad) “Hoy vuelve a practicarse también la consagración de las viudas, que se remonta a los tiempos apostólicos, así como la de los viudos”, escribía en 1996 el Papa Juan Pablo II en su exhortación apostólica Vita consecrata.

Este retorno es muy real, aunque aún es muy discreto. Fabienne Padel, de 57 años, es una de esas viudas consagradas. Hizo los votos en 2016 y trabaja en la delegación de jóvenes y vocaciones de la diócesis bretona de Quimper-et-Léon. Se casó en 1990 y tuvo tres hijos. Su marido, Marc, murió en 2002, y antes y después de ese momento su evolución espiritual, que ha contado a Alexia Vidot en La Vie, tuvo momentos sobrecogedores.

* * *

Mis padres hicieron bautizar a sus tres hijos -de los que yo soy la mayor- para cubrir el expediente, ni más ni menos. Cuando íbamos a catequesis nos pedían que fuéramos a misa, pero mis padres no iban nunca. Por lo tanto, no crecí en la fe católica, como mucho recibí un “barniz” y una formación. A pesar de todo, me gustaba la capellanía, a la que fui fiel hasta la facultad. Hay que decir que nuestro capellán era un hombre extraordinario.

Ex misionero, lo unía todo haciéndonos vivir ya entonces la ecología integral. Tenía ideas innovadoras que nos llevaban a plantearnos preguntas, a debatir y comprometernos. Durante esos años Dios no estaba muy presente en mi vida. Pero yo sí lo estaba en la suya. Y sabía hacerse presente en los momentos importantes.

“Necesito catequistas, ¡usted lo haría de maravilla!”

Sin embargo, cuando empecé a pensar en casarme con Marc, fue evidente para mí que debía ser un matrimonio religioso y preparado con seriedad. Tenía realmente el deseo de poner nuestro matrimonio en manos del Señor. Asimismo, me pareció fundamental bautizar a nuestros tres hijos para que, desde el inicio, Dios estuviera en sus vidas. Y para que tuvieran unos ciertos valores. Cuando llegó el momento de que mi hija mayor fuera a catequesis, me di cuenta de la incoherencia de mi recorrido.

Una imagen se impuso dentro de mí: si quieres enseñar a tus hijos a comer con tenedor, hay que enseñarles cómo se hace. Dicho de otro modo, si consideras que la fe católica es importante para ellos, ¡implícate! Sin pensarlo dos veces, ofrecí mi ayuda a mi párroco, en Brest, insistiéndole en que tenía tiempo, pero no era en absoluto una mojigata.

Pensé que me propondría ayudarlo con la secretaría, porque es la formación que había recibido… Su respuesta me sorprendió: “Necesito catequistas, ¡usted lo haría de maravilla!”. Poco después me confió que detrás de mi “tengo tiempo” había visto otra cosa. ¿El qué? Una sed que le inspiró el reto de hacerme volver al seno de la Iglesia. Él ya ha muerto, por lo que no puedo decirle que ¡lo consiguió! Acepté su audaz propuesta y emprendí un recorrido de formación para recuperar las bases de la fe cristiana.

“Aprendí a encontrar mi alimento en la Biblia”

Al hacerlo, me di cuenta de que esas costumbres religiosas y esa moral cristiana a la que me sentía apegada estaban arraigadas en un terreno mucho más profundo de lo que pensaba, un terreno que lo único que pedía es ser arado. Poco a poco retomé los sacramentos, en especial la misa. El hecho de acompañar a esos jóvenes me empujaba a profundizar mi fe, a plantearme preguntas sobre mi relación con Cristo. ¡Incluso entré a formar parte del coro parroquial!

Tener que preparar los cantos para la celebración del domingo siguiente me llevó a leer con antelación las lecturas bíblicas, a meditarlas. Gracias a esto, ya no vivía la liturgia dominical como una consumidora, sino como una cristiana, como miembro activo de la asamblea. Aumentaba mi necesidad de compartir la Palabra y de rezar de manera más libre.

Dios se ocupó de esta necesidad haciendo que conociera a miembros de la comunidad del Emmanuel. Con ellos aprendí a encontrar mi alimento en la Biblia con mis hermanos, a alabar con todo mi cuerpo, a rezar a Dios en mi corazón y a adorar a Jesús en su eucaristía. A pesar de todo esto, Dios aún no había conseguido romper la parte más dura de mi corazón de piedra. O, por decirlo con otras palabras, yo aún no había conocido a la tercera persona de la Trinidad.

“Tú eres signo de esperanza”

El Espíritu Santo eligió irrumpir en mi vida el Sábado Santo de 2002, al día siguiente de las exequias de mi marido, que yo había vivido como María a los pies de la cruz. Marc enfermó en 2000. Fue un cáncer fulgurante, terrible. Murió el Martes Santo. Nuestro último hijo, François, aún no había cumplido los tres años. El sábado por la mañana me levanté y le dije a mi madre: “Esta noche voy a la vigilia pascual”.

Ella intentó disuadirme porque, decía, era una mala idea. Insistí, porque sabía que necesitaba absolutamente ir. Lloré durante toda la celebración. Una gran amiga mía se acercó a mí hacia el final y me dijo estas palabras: “Tú eres signo de esperanza”. Mi primera reacción fue esperar que nadie se hubiera sorprendido de mi participación en la misa. Al día siguiente, esta amiga me aclaró su pensamiento: “Quería decir que fue hermoso verte allí, así Marc ya ha resucitado con Cristo“. Esas palabras me asombraron, me interpelaron.

Una efusión del Espíritu

Pero todo esto pasó. Pronto me vi atrapada en la realidad cotidiana de una madre con tres hijos que se encuentra repentinamente sola y arruinada. Ante todo tuve que buscar trabajo para poder sacar adelante a mis hijos. Y, después, encajar el golpe. En este tipo de situaciones de extrema vulnerabilidad, los grupos de oración Emmanuel ayudan mucho, para mí fueron un gran apoyo.

Aproximadamente seis meses después, mientras participaba en una vigilia de oración, un miembro de la comunidad me dijo que sin duda yo había recibido una efusión del Espíritu ese famoso Sábado Santo. Mi párroco me confirmó esta intuición. En mi oración personal empecé a reflexionar sobre lo que había pasado ese día.

¿Por qué había sentido ese gran deseo de participar en la vigilia pascual? No para ver a mi marido en Cristo, ni para ser consolada, sino para formar parte de esas santas mujeres que corrieron hasta la tumba, que descubrieron la piedra corrida y que se pusieron a anunciar la alegría de la Resurrección. Con mi presencia, quería decirle a Jesús que, a pesar de lo que Él me había hecho pasar, aún confiaba en Él. Confiaba en su amor.

El don de la confianza

Lo que me sostuvo después de la brutal muerte de Marc, además del apoyo de mi familia y mis amigos, fue la certeza inquebrantable de que Dios me ama, sea lo que sea lo que me pase o lo que yo haga. Y porque me ama, porque me conoce, Él no me manda pruebas que no pueda soportar. “Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla”, escribía San Pablo (1 Cor 10,13). Confirmo que es verdad.

“El óbolo de la viuda”, un cuadro de Joao Zeferino da Costa (1876) que refleja la lección de Jesucristo a los apóstoles al poner como ejemplo a la viuda pobre que entrega lo que tiene al templo: Mc 12, 41-44.

 

Esa Pascua de 2002, el Espíritu Santo me dio el don de la confianza. Y después de esa gran conmoción, a medida que pasaban los días, mi vínculo con el Señor era cada vez más más bello, más íntimo. En 2006 me inscribí a un retiro en silencio en el Foyer de Charité de Tressaint: quería poner ante los ojos de Dios, antes de empezarlo, mi nuevo trabajo como auxiliar de enfermería.

Un sacerdote predicaba el retiro. Le acompañaba Françoise Robert, una especialista en el método Vittoz. Cuando esta se presentó, dos palabras retumbaron dentro de mí: “Viuda consagrada“. Al oírlas, tuve la impresión de que el Señor me tocaba el hombro diciéndome: “Habla con esta mujer, tiene algo que decirte”. Esa misma noche pedí hablar con ella y me acompañó durante toda la semana.

Seguir con la propia vida, de otro modo

La llamada aún tenía que gestarse unos meses, es decir, unos años. Se confirmó con fuerza en 2010, en Jasna Góra, donde está el santuario de la Virgen negra de Chestokova, adonde fui acompañando a una peregrinación de chicos. En 2013 creamos un equipo de discernimiento con un sacerdote, una viuda consagrada, una religiosa, una pareja de amigos que me había conocido cuando mi marido vivía, un amigo del grupo Emmanuel y una parroquiana.

Este trabajo duró dos años, y pronuncié mis votos en 2016, con el apoyo de mis tres hijos. Cuando me piden que dé un testimonio, suelo decir que ser viuda no es una vocación, contrariamente al matrimonio, que lo es más allá de la muerte. La viudez es mi condición de vida, no la he elegido. Sin embargo, sí que elegí consagrarme al Señor, entregarle lo fundamental, como hizo la viuda del Evangelio. Esto se traduce en el voto de castidad, una vida de oración y de servicio a la Iglesia; soy una laica en misión eclesial, delegada diocesana de pastoral juvenil y de pastoral vocacional de mi diócesis.

Cuando les conté a mis amigos que me iba a consagrar, alguno me lanzaron esta frase terrible: “Pero ¿no quieres rehacer tu vida?”. Afirmo que uno no rehace su vida, sino que la continúa. Y yo he seguido mi camino permaneciendo fiel a Marc, estando presente en mi familia y ofreciéndome al Señor. Como todos, tengo mi bagaje de cruces -a veces me pesa la soledad-, pero predomina la alegría. Hago mías las palabras del salmo 29: “Cambiaste mi luto en danzas, me desataste el sayal  y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre”.

Traducción de Elena Faccia Serrano.

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