¿Qué frutos trae la muerte de un santo?
(Religión en Libertad) “Los santos no han temido la muerte” y “se acercan en paz” a ella, “consumidos por un amor impaciente por Dios” y “un ímpetu místico del corazón que los llevaba a rezar para que el Esposo Cristo apresurase su venida”: Antonio María Sicari resume así las historias que ha incluido en Así mueren los santos. Cien relatos de vida y resurrección.
Historias tan parecidas en el total desprendimiento de sí mismos con el que todos ellos llegan al momento de recibir el premio esperado, como diversas en sus circunstancias concretas.
Consuelos celestiales
Para algunos, el momento final, aun en medio de la enfermedad y los dolores que suele acompañarlo, rebosa de gloria y dulzura.
“¡Mamá, mira ahí junto a la puerta! ¡Qué hermosa luz!”, exclamó San Francisco Marto (1908-1919), uno de los videntes de Fátima. Es imposible no suponer que esa luz provenía del rostro de la Santísima Virgen, quien también acudió un año después al encuentro de su hermana, Santa Jacinta Marto (1910-1920). La superiora del orfanato donde pasó sus últimos días fue a verla un día, y la pequeña le respondió con la sencillez de la inocencia: “Venga más tarde, madrina, porque ahora estoy esperando a la Señora”. Y cuando la operaron con anestesia parcial, diez días antes de morir, porque su extrema debilidad no permitía anestesiarla por completo, tras un rato de dolores extremos se serenó y confesó: “La Señora ha venido y me ha quitado los dolores”.
Mil setecientos años antes, San Hilario de Poitiers (315-368), Doctor y Padre de la Iglesia, también vio su estancia “invadida por una luz tan esplendente que los ojos no podían soportarla”. En el caso de Santa Angela Merici (1474-1540) la luz fue aún más duradera: tres días brilló ininterrumpidamente una estrella sobre el templo donde se depositó su féretro.
Humana perversidad
La muerte de otros santos, aunque igual de iluminante desde el punto de vista sobrenatural, desde el punto de vista humano fue terriblemente oscura. Santo Tomás Becket (1118-1170) recibió un hachazo en la cabeza mientras decía misa, y su cuerpo fue arrojado a una ciénaga. Se cuenta que el rey Enrique II de Inglaterra, gran amigo suyo pero ante quien había defendido la libertad de la Iglesia, se encerró tres días en su habitación, sin tan siquiera comer, impresionado y dolorido por lo acaecido. Y también el Papa, cuando se enteró, quedó tan destrozado que nadie se atrevió a dirigirle la palabra durante ocho días.
Una suerte igual de prosaica corrió el Beato Charles de Foucauld (1858-1916), asesinado de un disparo en la cabeza tras ser secuestrado en el desierto por una partida de bandidos, que probablemente pensaban intercambiarle como rehén.
En posición de combate
Hay santos que mueren en posición orante, como San Benito de Nursia (480-547), quien, tras recibir la Eucaristía, “con la ayuda de los discípulos que sostenían sus débiles miembros se quedó en pie con las manos alzadas hacia el cielo, hasta que expiró murmurando una última oración”, según cuentan las crónicas.
“Gloria de santos” (1755-1756), de Corrado Giaquinto. Museo del Prado.
O San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), quien toda su vida se había arrodillado al sonar las campanas del Ángelus, siendo en la ancianidad ayudado para poder ponerse de pie. Salvo aquel 1 de agosto de 1787 a las doce de la mañana: ese día, tras hincar las rodillas como siempre, “vinieron los ángeles a levantarlo”, cuenta Sicari.
En la misma posición que a San Juan de Dios (1495-1550), quien se despertó de madrugada para rezar y en esa postura fue encontrado al amanecer, ya cadáver.
El cariño de los amigos
Además de los consuelos celestiales, muchos de estos hombres y mujeres han contado con el cariño vehemente de su entorno. El Beato Vladimir Ghika (1873-1954), encarcelado por los comunistas siendo ya octogenario, era un príncipe rumano que lo había dejado todo para ser sacerdote. Se sabía decenas de anécdotas de la realeza histórica de su patria, y con ellas alivió las duras noches de prisión de sus compañeros en los meses que precedieron a su martirio: “¡Monseñor, por favor, otra historia!”, le suplicaban, y él sabía aderezarlas de pensamientos espirituales con los que tocar también sus almas.
En cuanto a San Juan María Vianney (1786-1859), el Santo Cura de Ars, sus feligreses le querían tanto (aunque no le habían recibido nada bien) que rodearon la casa parroquial con diez cortinas que mojaban y remojaban continuamente para que no sufriera en su agonía agosteña.
Confesiones
Suele decirse que la muerte es el momento de la verdad y de las confesiones, y donde pueden desvelarse pliegues escondidos del alma.
Santo Domingo Guzmán (1170-1221) dio muestras del “infantil candor de su alma” al reconocer uno de sus fallos: “No he conseguido evitar la imperfección de encontrar más atractiva la conversación con las mujeres jóvenes que con las de edad avanzada”.
San Alberto Magno (1193-1280) perdió el hilo del discurso en una de sus clases, y tras unos momentos de confusión reveló a sus alumnos lo que una vez le había dicho la Virgen tras su intensa oración pidiendo la auténtica sabiduría: “Cuando un día veas que pierdes la memoria durante una lección en público, esta será la señal de que tu Juez está a punto de visitarte”. En ese mismo instante renovó ante la sala su profesión de fe, pidió perdón por las inexactitudes que pudiese haber enseñado, y se despidió de los presentes… y muy poco después, también de la vida.
También la Beata Elisabetta Canori Mora (1774-1825) supo cuándo moriría, pero con mayor precisión, pues anunció la fecha exacta un año antes. Llegado el día, se lo recordó a sus hijas, pidiéndoles que siempre respetasen y ayudasen al mal padre que habían tenido, su esposo: “Os dejo por padre a Jesús Nazareno”, se despidió.
Conversos
Pero, sin duda, la gran felicidad de los santos al morir es la conversión de algún alma de aquellas por las que tanto habían orado.
Como la enfermera que mató en Dachau al Beato Tito Brandsma (1881-1942), quien la trataba con una delicadeza y un respeto que la asombraban: “Una vez tomó mi mano y me dijo: ¡Pobre chica, rezaré por ti!” Le puso la inyección letal, pero no pudo olvidar su rostro, donde había visto “algo desconocido para ella hasta entonces”: “Él tenía compasión de mí”, dijo en el proceso canónico del carmelita holandés.
O el médico librepensador y masón que atendió a Santa María Bertilia Boscardin (1888-1922): “Puedo afirmar que el alba de mi cambio espiritual data de la visión que tuve de Sor Bertilia mientras estaba para morir… Morir fue para ella una alegría muy visible para todos. Murió como no he visto morir a ningún otro, como quien está ya en un estado mejor de vida”. Porque entonces comprendió que existe el alma, “una parte espiritual que está fuera, por encima de nosotros, mucho más evidente y dominante”.
Decenas de historias como éstas se encuentran en Así mueren lo santos. Historias de muerte pero también sucedidos de sus respectivas existencias, porque el carmelita Antonio María Sicari, de 77 años, es un célebre hagiógrafo italiano que ha escrito numerosos textos en torno a ellos y lo sabe todo sobre los más fieles hijos de Dios, aquellos a quienes la Iglesia reconoce como intercesores y merecedores de un culto público universal.
Que son quienes han visto cumplida “la esperanza cristiana: ir al encuentro de la muerte con la certeza gozosa de abrazar la Vida, después de contemplar en la tierra, humanamente, al Salvador”.
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