“Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”
Evangelio según S. Mateo 28, 16-20
Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Meditación sobre el Evangelio
P ero algunos dudaron”. Cuesta a Dios obtener y hacer crecer la fe en sus hijos. Él ha querido que un hijo suyo aquí en la Tierra lo sea poco a poco por medio de esa combinación de don suyo y colaboración de la voluntad del hombre que se llama fe; por ese fiarse, confiar. Así lo vivieron Abrahán y otros muchos a lo largo de la Historia (Cfr. Hebreos 11). También José, María, y el mismo Jesús, actuaban guiados por la fe. “El justo vivirá por la fe” (Habacuc 2, 4). Por esa fe que se manifiesta activa en la práctica del amor (Gálatas 5, 6). Jesús se les acerca y se dirige a todos ellos.
Y siendo cierto que algunos dudaban todavía, no lo es menos que, dudando y todo, allí estaban. Dudan, pero siguen. Dudan, pero perseveran (“Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” —Juan 6, 68— ). Y ese perseverar a pesar de las dudas, es lo que les irá adentrando más y más en los terrenos de la fe profunda, sin olvidar la labor que Pedro tiene encomendada por Jesús de ayudar a los demás en el crecimiento de su fe: “Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, cuando te hayas convertido, confirma (en la fe) a tus hermanos” (Lucas 22, 31 – 34).
“Se me ha dado todo poder…”. Todo lo ha recibido de su Padre desde la eternidad. También durante su estancia en la Tierra como hombre. Y continúa recibiéndolo. Ahí reside su grandeza. Ésa es la impronta de su ser. Ése su gozo infinito: ser Hijo del Padre, recibiéndolo todo de Él. Ahora, una vez resucitado, recibe todo poder. Su venir a la Tierra y encarnarse supuso que, “aún siendo de condición divina, no se aferró a su categoría de Dios, sino que se rebajó a sí mismo hasta no ser nada, tomando la condición de esclavo, llegando a ser semejante a los hombres. Y habiéndose comportado como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo engrandeció, lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo. Y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2). Y asumido el poder que le ha sido otorgado, lo ejerce para más amar: envía a los once al mundo entero con una misión concreta en la que estará con ellos hasta el final de los tiempos: id a todas las gentes y enseñadles, de palabra y con vuestro vivir, el Evangelio de la Vida. ¡Qué diferente uso hace el mundo de cualquier forma de poder…!: “¿No sabes que tengo poder y autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?” —dijo Pilatos a Jesús—. “No la tendrías sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto” —respondió Jesús—… Y Pilatos la ejerció, pero empleándola cobardemente para crucificarlo, a pesar de quedarle clara su inocencia. No quería jaleos ni perder su puesto (Cfr. Juan 19, 10-16).
“Haced discípulos a todos los pueblos”. No se trata de hacer como los líderes de la Tierra, que quieren convencer y atraer a las gentes de la manera que sea para obtener votos, seguidores, y disponer de una masa ingente de aborregados con vistas a ejercer sobre ellos su caprichosa influencia… ¡No! ¡Él no es así! ¡En su Reino no ocurre así! ¡Quienes hayan gustado de veras, vivido sus palabras, lo saben muy bien! Que una buena madre que se precie, no busca comunicar la vida a sus hijos y educarlos para su propio provecho, sino para darse a ellos amándolos, gastando su vida intensamente buscando su auténtica felicidad, abriéndoles caminos para que, libremente, cada uno desarrolle sus propias cualidades y vaya ocupando su lugar…
¡Y cuánto ellos así se sienten amados! Y hacer el bien a los hombres desde Jesús resucitado, comienza por querer que conozcan al Dios Amor que los creó y quiere restituirles la Vida inicial; que conozcan el amor de Dios manifestado en él mismo, que por ellos se desgastó, murió y resucitó, y en su doctrina que todo lo resuelve, el Evangelio. Y como él ya se marcha con el Padre, deja a los suyos el encargo. A ellos, que han vivido las primicias, los envía (que eso significa apóstol: enviado) para que extiendan por todos los pueblos el amor de Dios, sumergiéndolos (que eso es bautizar) en él; en la misma vida de Dios, uno y trino, para que, sintiéndose amados por Él, gocen amando y esto lo propaguen. Mostradles con vuestro vivir cuál es mi mandamiento: “amaos unos a otros”; “como yo os he amado, amaos también entre vosotros”, y enseñadles que ése es el distintivo inequívoco por el que conocerán todos que sois y son discípulos míos: si se aman; si aman. Que sepan y vivan que Dios es su Padre y los ama con locura, que locura de amor es que envíe a su Hijo sabiendo cuánto iba a sufrir, para llevarlos al Paraíso.
No os dejaré solos. Primero recibiréis en Jerusalén la fuerza de lo alto, el Espíritu, y estaré siempre con vosotros, y con ellos, todos los días; hasta el final de los tiempos… Me tendréis realmente de muy diversas maneras: cada vez que dos o más os reunáis en mi nombre, allí estaré en medio; en cada Misa bajaré con vosotros; estaré presente en el sacramento de la Eucaristía, en mi Palabra (el Evangelio) y en los demás sacramentos; morando en vuestro corazón, según aquello que os dije: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Juan 14, 23); en el amar y cuidar a vuestros hermanos, que también son parte mía, actuando unos con otros como en un mismo cuerpo los miembros sanos ayudan a los que están doloridos y enfermos…
Y por último, insistidles en lo que yo os insistí: ¡“Esto os mando: que os améis unos a otros”! ¡Que améis! , que así es como el bautismo se vuelve operativo.
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