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Lunes, día VI dentro de la Octava de Navidad, 30-12-20219

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“El niño iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él”

Evangelio según S. Lucas 2, 36-40

Había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

 

Meditación sobre el Evangelio

T ambién el Espíritu guio a Ana, como a Simeón, a presentarse “en aquel momento” en el templo alabando a Dios y hablando del niño. A los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios les van sucediendo cosas que a los ojos de los demás parecerán meras casualidades, pero, sin ser ellos mismos necesariamente conscientes, gran parte de sus movimientos, palabras y pensamientos, siendo naturales, están a la vez impregnados y guiados por Dios, por medio del Espíritu que anida en sus corazones. La mayoría de las grandes obras del amor de Dios para con nosotros, tienen lugar por cauces naturales, que ese es su gran poder, hacer lo extraordinario por vías ordinarias.

Ana estaba muy unida a Dios, refugiada en él desde siempre (“Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti” —Sal 15—), y Dios se manifiesta naturalmente a través de ella.“Cumplieron con todo lo que prescribía la ley”: No hace Dios excepciones; es más, así, en la absoluta naturalidad de vida y costumbres personales, sociales y religiosas, es como va obteniendo y haciendo crecer a sus hijos; crecimiento en fe, que es trato con él, y en caridad, trato con el prójimo. Y en ese vivir los acontecimientos diarios y circunstancias que pone o permite, se va encargando de robustecerlos y los llena de sabiduría, la que da luz para vivir (“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” —Jn 8, 12—). Sólo, tan sólo requiere nuestra entrega (“Aquí estoy, oh mi Dios, para hacer tu voluntad” —Sal 40—).

Así también con María, José y con su Hijo, que siendo Dios, se hizo uno de nosotros, semejante en todo menos en el pecado. Como Adán, sin pecado; sólo que Adán usó su libertad para pecar, y él la usó no sólo para no pecar, sino para amar haciendo la voluntad del Padre, llevando a cabo la obra que le encomendó. ¡Qué grandeza y profundidad de amor encierra ese “hacerse hombre” el Hijo; su encarnación! Que Dios nos dé su luz para penetrar el gran misterio de la humanidad de Cristo que a tantos santos trajo ensimismados… ¡Y qué grandeza encierra la sencillez de nuestro “encarnarnos” en la vida y problemas de los demás, sin pasar de largo (ver la parábola del buen samaritano, en Lc 10), sino ayudando, intercediendo ante Dios, amando…!

Crecía y se robustecía, como cualquier niño, “y la gracia de Dios estaba con él”… El Padre no abandonó al Hijo en la Tierra a su suerte… Le eligió una madre, un padre; le preparó un Pueblo, le fue enseñando evangelio anticipado a través de las situaciones que iba viviendo, preparándolo para su misión… Y lo hacía en Nazaret, con las circunstancias, ocupaciones, juegos, trabajos, convivencia con María y José, con los chicos del pueblo, con sus familiares (de entre los cuales a algunos elegiría para apóstoles); María y José lo irían educando, enseñando a orar, a contactar con el Padre (con Dios para ellos), a saber leer Su voluntad en los acontecimientos e interiormente, a confiar en Él, a guardar las cosas en su corazón meditando lo que iba viendo… Primero de niño; luego de joven.

Primero con José; después, al morir José, con una especial intimidad y trato con su madre, a la que iba ya él mostrando cosas que el Padre le iba comunicando y haciendo ver en la oración y lectura de los acontecimientos, etc. Hasta la hora designada para el inicio de su vida pública. Antes, el Padre le iba enseñando evangelio práctico, con ejemplos y comparaciones desde lo que iba viviendo: aprendía de pastores, ovejas, tejidos, zurcidos, plantas, árboles, semillas, animales, negocios, compraventas, panadería, comercio, tierras, robos de ladrones, y un sinfín de cosas de las que luego el Padre, el Espíritu, le haría sacar sus parábolas y enseñanzas. Igual ocurrirá con nosotros con todo aquello que nos vaya aconteciendo. Enseñará al profesor desde su materia y trato con sus alumnos, al médico desde la medicina y trato con sus pacientes, a los padres con sus hijos, etc. etc. Y de lo ordinario, de la manera más natural, vamos aprendiendo y viviendo doctrina, evangelio, y va apareciendo interiormente lo extraordinario, naciendo así esa mística sencilla cual es el trato natural de un hijo con su Padre Dios, con Jesús, su hermano mayor, con su madre María… y de Dios con su niño.

Hijo que vamos siendo cada vez más al ir aprendiendo vitalmente que nada podemos, nada somos, sin quien todo lo puede, hasta lo imposible, que es Dios nuestro Padre. Niño que nada sabe sin su Padre, del que todo lo aprende y a quien acude en sus dudas, problemas, situaciones…; y Él, por medio de Su Espíritu, de Su Palabra, le va enseñando cuanto va necesitando para afrontar los acontecimientos que van llegando. Y Él no nos abandona al azar de nuestra suerte, sino que nos hace vivir desde la fe amando: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama… y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él… y el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os recuerde cuanto he dicho…” (Jn 14).

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