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Miércoles, Feria Mayor, 18-12-2019

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“José, su esposo, como era justo, no quería difamarla”

Evangelio según S. Mateo 1, 18-24

La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”». Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.

 

Meditación sobre el Evangelio

L a forma y circunstancias a través de las cuales Dios determinó que su Hijo viniera a la Tierra son, humanamente, extrañas: antes de vivir juntos, María queda embarazada. José sabe, nota su estado, y él no es el padre. ¿Qué decir a José? ¿Cómo explicarle? Ella, con una fe ciega en Dios que la lleva a una esperanza cierta, deja en Sus manos la situación con José; deja a Dios la iniciativa, y espera Sus soluciones. Es consciente de estar expuesta, según la ley, a muchos peligros, debido a que los desposorios ya se han celebrado. A él, que sabe que ella es excepcional, le choca ver su estado. Grandes tentaciones sufriría al respecto. Nada sabía del milagro del Espíritu Santo. Está realmente confuso. No llega a comprender. Fue grande su lucha para tomar una decisión.

Pero era bueno. Tenía un espíritu noble lleno de bondad, fe y obediencia a Dios, cosas todas que se observan en su modo de actuar en lo poco que aparece en el Evangelio. Aunque el derecho le amparaba para repudiarla, denunciar a María llevaría consigo que ella quedaría como culpable de un embarazo ilegítimo, cuyo castigo podría llegar al apedreamiento público. Por otra parte, repudiarla en secreto implicaría tener que dejarla (seguramente yéndose de Nazaret), quedando él como culpable de abandono, y dejando a ella el campo libre… ¡Con gran dolor por perderla, por esta solución optó en su terrible lucha!

Soluciona con caridad, con amor. Y cuando alguien resuelve buscando el bien del otro por encima del propio, Dios no se hace esperar; se derrite al contemplar una persona así, una actuación así. Y le sale inmediatamente al encuentro por medio del ángel, usando una vía, la de los sueños, por la que se aprecia que José tenía facilidad para conectar y entender. (Dios puede contactar con cada uno por caminos de oración o por otros inesperados. Nosotros, sin embargo, tenemos para contactar con él un camino seguro, el del amor al prójimo: “Os voy a mostrar un camino mejor: si no tengo amor —al prójimo—, nada soy” —cf 1Cor 13—; amando al prójimo al que vemos, amamos a Dios, al que no vemos; “Dios es amor; quien ama —a su prójimo— conoce a Dios, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” —cf 1Jn 4—).

¡Y llegaron las soluciones; las soluciones de Dios! María se fio esperando en Él, y vio cumplida su esperanza (“Nadie que ponga en Dios su confianza quedará jamás defraudado” —Sal 22; Eclo 2—). El amor de Dios es tal que dista mucho de los amores y conceptos humanos; él va mucho más allá en el inmenso bien que les prepara a ambos y a toda la Humanidad. Precisa de la fe, de la confianza de la criatura en Él. De esa fe que, como se fía, cree en Su bondad, se desentiende de sí, confiado, y actúa en la espera dando primacía al bien de los otros, por muy complicadas y extrañas que sean las situaciones.

Actuando con una fe así en el natural vivir, es como vamos dejando el lastre de nosotros mismos y nuestros apoyos terrenos, para acogernos y depender, exclusivamente, de Aquél que más nos ama, de quien viene a nosotros todo y sólo bienes. Dios, mediante la fe, nos estira y agranda el corazón para llenarlo del mucho amor que darnos quiere. Preciosa, pues, Su respuesta a la fe-esperanza de Ella, en la que se ve involucrado José, que se entrega incondicionalmente y da su “sí” a los planes divinos. ¡Salieron victoriosas la fe, la esperanza y el amor! ¡Dios es así, y así actúa! Es para imaginar la gran alegría de ambos cuando José contase a María lo sucedido y ella su parte a él. Celebraron las ceremonias nupciales, y José quedó, a la vista de todos, como padre de Jesús.

Contemplando a María, contemplando a José, aprecia uno que la solución de los problemas que nos llegan en la vida no estaría tanto en desear que no los haya cuanto en abordar los que van viniendo como ellos lo hacían. Contemplando a María, a José, y a Dios actuando, se pone de manifiesto que Él merece siempre nuestra total confianza, se pongan los acontecimientos como se pongan. En la medida que nuestra respuesta se adapte a la de ellos, en esa misma medida notaremos, a Su tiempo, Su preciosa y eficaz intervención. ¡Su amor nunca falla!, pues ése es su natural, su ser eterno.

Él lo hace todo con y por amor, aunque no entendamos, aunque tarde acaso un poco y estemos a veces desconcertados; y obra con un amor supremo, de muchos grados, llevando a cada uno hacia su bien verdadero, que luego resultará ser el bien de muchos (“El Señor es mi pastor, nada me falta; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; aunque camine por oscuras cañadas, nada temo, porque tú vas conmigo…” —Sal 23—). Lo hizo con María. Lo hizo con José. Lo hizo con Jesús, su Hijo hecho hombre… ¡También lo hará con nosotros (“Dios con nosotros”)! Para él no pasamos desapercibidos. Le importamos muchísimo. Nos ama inmensa e intensamente… ¡Cómo no, si es nuestro Padre! (“De vosotros, hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados” —Mt 10,30—).

“Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta”… Dios va acompañando al hombre, y le anima a seguir por medio de incursiones proféticas que realiza a través de seres por él escogidos que hacen patente que no abandona a su Pueblo, sino que lo va conduciendo misteriosamente hacia hechos que sucederán a Su tiempo y que, una vez sucedidos, se descubrirán estar ya anunciados. Son matices del amor divino; matices que forman parte del juego de la fe para que el hombre, como niño, entre en ella y se deje conducir por la mano de Aquel que todo lo hace bien, haciendo crecer desde nosotros, con pedagogía paterna, nuestra dependencia absoluta de Él… (“De los que son como niños es el reino de los cielos…” —Mt 19,14—).

Y le pusieron por nombre Jesús, que significa “Salvador”, “Yahvé salva” (“Salvará a su pueblo de los pecados”). Dios da al nombre suma importancia y trascendencia, pues va significada en él la misión o cualidad principal que asocia a la persona que lo lleva (De ahí que a Abrán pasó Dios a llamarlo Abrahán, “padre de muchedumbre de pueblos”; y Jesús, a Simón, hijo de Juan, lo llamó Cefas, “Roca”, “Piedra” —Pedro— sobre la que construirá su Iglesia…). Dios salva a su pueblo; a todo aquel que se acoja a él viviendo el Evangelio, la Buena Noticia de la salvación: amor a los hombres como hermanos y esperanza filial en él, Padre común. Ambas cosas son floración de la auténtica fe.

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