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Lunes, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, patrona de España 09-12-2019

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“He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”

Evangelio según S. Lucas 1, 26-38

El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, “porque para Dios nada hay imposible”». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.

 

Meditación sobre el Evangelio

L o mejor que ha ocurrido nunca al mundo, al hombre, lo más importante y trascendental para la Humanidad, para la creación, lo preparó Dios en una ciudad perdida de Galilea, sin especial relevancia, llamada Nazaret, con una joven virgen desconocida, llamada María… ¡Cuán distintos los caminos de Dios de los de los hombres; sus criterios y visión, de los nuestros, de nuestra manera de ver, sopesar y juzgar… !: «Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes» (Is 55). ¿Dónde está la grandeza de Dios sino en la pequeñez, sencillez y naturalidad más absolutas? ¿Quién podría imaginar, si nada de lo sucedido supiese, después, sobre todo, de conocer nuestros tiempos de tecnología punta (televisión, internet, móviles, comunicaciones veloces por aire y tierra, etc. etc.), que el mismísimo Hijo de Dios vendría a la Tierra en una época como aquella que, para colmo resulta ser ‘la plenitud de los tiempos’ (Gál 4,4), con deficientes y primitivas comunicaciones, sin avances tecnológicos…?

¿No hubiera sido mejor ahora —podríamos pensar con nuestra mente y nuestro marketing—, en estos tiempos, en los que, seguramente, habría sido conocido incluso como niño prodigio…? ¿Quién podría sospechar que viniese en aquella época, pasando totalmente desapercibido el prácticamente noventa por ciento de su existencia, hasta que a sus treinta años se diera a conocer localmente, sin todavía trascender al Imperio Romano por entonces dominador del mundo de occidente? Aun aceptado supuestamente que así fuese, ¿quién podría no pensar que apareciese, al menos, en una ciudad importante por entonces, como la misma Roma, Alejandría o, como muy poco, Jerusalén, que al fin y al cabo, si tenía que ser judío, era la capital y más notable ciudad de Israel…? ¿Y no pensar que naciese en el seno de una familia con poder e influencia, política o religiosa, como para imponer su modelo de convivencia y sus doctrinas…?

Podríamos hacernos miles y miles de preguntas por el estilo y seguir perplejos ante las intenciones y respuestas de Dios. San Pablo, al darse cuenta y meditar los planes del Altísimo a través de la Historia, tuvo un arranque, una subida desde el corazón llevado por el Espíritu Santo y por su amor y admiración por Dios: «¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos…! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero…?»; desembocando en total adoración: «A Él la gloria por los siglos. Amén» (Rom 11).

Ante la sencillez e intimidad que inspira este pasaje, mantengámonos en silencio, expectantes, en unión con el Cielo entero, a la espera de la respuesta del ser más encantador, junto con el Hijo que le nacerá, que jamás haya existido ni existirá en la historia pasada, presente y futura de la Humanidad. Respuesta doble: su “sí, hágase” (fe absoluta; confianza plena en Dios y su poder), habiendo solicitado del ángel instrucciones para saber qué hacer, conociendo por las Escrituras mucho de lo que al Mesías le esperaba, y su disponibilidad para amar, que hará que al oír a Gabriel decida partir con premura a visitar a su pariente Isabel, que había quedado embarazada siendo estéril y de avanzada edad (“Porque para Dios nada hay imposible…”), para acompañarla en su alegría («Alegraos con los que están alegres», escribirá San Pablo —Rom 12—) y necesidad. Juntas compartirán y gustarán la actuación y planes del Altísimo que las une entrañablemente.

Ansía Dios, anhela, quisiera, que su Palabra se encarnase en cada uno de nosotros haciéndose vida visible en obras de fe-amor («Vivo, pero no soy yo el que vive, sino Cristo que vive en mí» —Gál 2—; «El que me ama guardará mi palabra —dice Jesús—, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» —Jn 14—). Por eso recibe cada uno como anuncio su Palabra. Se trata de escucharla y aceptarla de corazón con un “sí, quiero”, guardándola anidada en las entrañas para irla poniendo por obra en el vivir; cada cual en el suyo, con la fuerza, bajo la sombra del Espíritu Santo, de manera que lo que va a ir naciendo en nosotros no será obra nuestra, sino de la misericordia entrañable de Dios operando en nuestro sí.

¡Y cuánto María podrá influir en eso si la dejas y a ella acudes…! Nacerá un hombre nuevo dentro de ti, que durante esta vida recibirá las acometidas de tu propio hombre viejo, del mundo y del demonio. Y eso en tu día a día, con tus intentos fallidos, aciertos, caídas y vuelta a levantarte; perseverando y acudiendo a la misericordia divina, “porque para Dios nada hay imposible”. María te quiere acunar en su corazón inmaculado en este nacer para Dios («Mujer, ahí tienes a tu hijo…»; «Ahí tienes a tu Madre…» —Jn 19—); a ti, con tu manera de ser, cualidades, circunstancias, y en el lugar donde estás. Así, con el tiempo, muchos recibirán de ti el anuncio festivo de esa Palabra, viendo tus buenas obras. Y el primer evangelio que conocerán para contactar con Jesús y con el Padre no será el de ninguno de los cuatro evangelistas, sino el de tu propia vida, que les ayudará a abrirse y encauzarse hacia Dios.

Quiso Dios que quien iba a ser la madre de su Hijo fuese concebida sin pecado original. “Llena de gracia”, la llamó el ángel de parte de Dios mismo. “El Señor está contigo”. Tampoco Eva tuvo pecado al principio. Luego, en su libertad, pecó. María, libremente, no pecó. No estaba exenta de tentaciones del Maligno, como tampoco lo estuvo Jesús, pero no pecó. Perseveró fielmente junto a Dios, a pesar de las contrariedades, oscuridades y tentaciones. Es la nueva Eva. Con su “sí” abre la puerta a la Nueva Creación, y hace posible el paso del régimen de esclavos al de hijos en el Hijo; de estar bajo la Ley, a la libertad que da el ser hijos de Dios (Gál 4,5-7; Rom 8,15-17); libertad para amar («Ama, y haz cualquier cosa; ama, y haz lo que quieras», proclamará San Agustín). Eso nos trajo Cristo Salvador, nuevo Adán, nacido por el “sí” de ella. Los “síes” a Dios, con obras, con perseverancia en fe y amor, siempre traen (a Su tiempo) frutos y consecuencias buenas, buenísimas, no sólo para quienes los dan, sino también para otros muchos, algunos de los cuales puede que se encuentren incluso alejados de Dios. El de María, para toda la Humanidad.

“Y el ángel se retiró”… ¡Pero Dios no! … Tocaba vivir.

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