“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”
Evangelio según S. Lucas 15, 1-10
Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. O ¿qué mujer que tiene diez monedas y se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “’¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
Meditación sobre el Evangelio
Q ué éxito entre los tenidos por desamparados de Dios! Se había corrido entre ellos que su doctrina era hermosa, asequible, abiertos los brazos a todos. Los que rechazaban la religión por inhumana, los que renegaban de un dios altanero de bronce, los hartos de hipocresías, obligaciones y asfixia, los que no iban al templo porque no sabían orar a un Señor lejano, los que no se atenían a servir a Dios con tanta ley y tanta lata…, «los que estaban sentados en las sombras de la muerte vieron una gran luz». Los puritanos de siempre miran con rivalidad que entren los incrédulos, desviados del templo, mientras su acceso no sea pasar por la humillación que ellos imponen. En este caso era una espiritualidad que prometía una felicidad singular a la sencillez y lealtad de muchos de ellos, les introducía un espíritu de libertad, exonerados de preceptos, pero sujetos por el amor a una conducta de belleza incomparable; hijos y libres, olvidados sus pecados y ensalzados ellos hasta Dios.
No se inquina Dios con el perdido; se apena y se acongoja y vuela en busca de Él. Más que la ofensa, le conmueve su desgracia, la desdicha que implica quedarse sin Dios, que es su felicidad y riqueza, su pastor y madre. Insipiente la oveja se fue por trochas, extraviada, donde no encontrará sino infortunio y desamparo. El pecado es separarse, y la separación es un no-amor. La separación es más o menos grande, según los actos y actitudes del hombre, pero no llega a ser total e irrevocable más que la que se consuma con la muerte. Tal totalidad irrevocable se cría durante la vida permaneciendo y arraigando en el desamor. Mira Dios su peligro y se estremece; el hijo va perdido, va perdiéndose. Le necesita su corazón y parte tras él ¡cuánto buscar Dios, llamar, rodear! Infatigable hasta que se hace con uno.¡Qué drama y a veces tragedia, este conjugar libertad de hombre con empeño de Dios! Sólo un amor descomunal puede hacer que Dios juegue este papel en nuestra historia.Tanto se afana por su criatura, descarriada por falaces derroteros, huérfana y desheredada, que ha relegado a segundo plano el conjunto de sus hijos fieles. La madre deja a los otros hijos en casa, se olvida de ellos, desolada por el que cayó en el pozo.
Encuéntrase pastor y oveja; ella allí enfrente, que ya estaba balando; los brazos abiertos, en cuclillas, con flexible balanceo, la espera, sonriendo, piropeando. Alza la oveja sus patas delanteras y con su carrera jubilosa viene a hundirse en los brazos del pastor.
Contento vuelve, con paso viril y cadencioso, cantando alegres canciones, con la preciosa carga sobre sus hombros, acariciándola. ¡Cómo la quiere! ¡Va notificando su ventura a todo el mundo, derritiéndose de placer con las enhorabuenas y los parabienes! Está orgulloso de su joya. En el cielo son así, dice Jesús, los enloquece la vuelta del arrepentido. ¡Pasmoso Dios que tanto ama! ¡Es el Padre!
Aquella pobre mujer tenía poco dinero para vivir, diez dracmas, dinero para vivir medio mes, constituyen su tesoro. Tesoro de Dios somos los hombres; poco valemos, pero somos su tesoro. Y tanto lo somos suyo que estima pérdida considerable la pérdida de uno solo; únicamente un pobre aprecia tanto una dracma. ¿Cómo nos amas tanto, que te entristeces cual pobre infortunado en cuanto se pierde uno? Para otros, nada vale una dracma; para la mujercita que las ahorró con privaciones valían una ilusión; eran sus esmeraldas. Para otros nada vale la pérdida de un hombre; para el Padre valemos su ilusión. No se dio reposo la mendiga y revolvió todos los trastos de la choza hasta que se encontró su alhaja. Brincando, alborotando, saltó a la calle, pidiendo albricias a sus vecinas. Como un mendigo busca Dios, hasta que da contigo perdido.
Al encontrarte, al tenerte, súbita le vuelve la alegría, jubiloso pide albricias en el cielo y los ángeles retozan
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